sábado, 10 de julio de 2010

Acerca del blog




Los sucesos desafortunados que han permeado la historia de esta familia difusa a la que amo con desenfreno, han permitido esta serie de escritos y apologías al recuerdo y el perdón.
No fue nada planeado. Una noche mientras merodeaban los archivos extraños del PC encontré las notas nostálgicas de mi padre, que no eran otra cosa (además de fragmentos de mi mismo) que un cofrecito de recuerdos anclado a un pasado inmóvil, no tarde mucho en entender que era ese el exorcismo de su alma; era la muerte de los embrujos de un pasado tortuoso que había dejado traumas y secuelas en la divina mocedad de sus cuerpos.
Después de ojear la primera de las nostalgias, me atreví a escribir algo visto desde el post trauma pero fraguado desde su alter ego, y debo pensar que no fue de su gusto ver en mis letras a un ogro diluido en el tiempo que, por conciencia o por azar, no pudo anclarse al tiempo y vio en la ternura de sus años un cambio radical que mas que ser ajeno y olvidado por su familia debió ser el mensaje de un nuevo día.
No quiero pensar que tendremos que esperar aquel polvillo anciano sobre las sienes para ver aquellos años tiernos… pues en el final de nuestras vidas solo restara el olvido.

Concepto visual

El fondo del logo es un desdibujo de una foto familiar en alguno de aquellos tropeles alegres que se armaba, cual ejercito Cruzado, para invadir Villeta, un pueblito de Cundinamarca situado a algunas horas de la capital Santafesina.
El fondo está marcado por colores “neonisados” que intentan pelearse un espacio en el lienzo, la textura posterior es fantasmagórica y, tanto el nombre como la figura familiar, se desdibujan en un hibrido de colores obscuros.
El nombre, Kontrebia, esta veteado y perdido en un caos bélico que lo circunda. Debo confesar que el concepto que quise transmitir era el de una radiografía con betas  de guerra y desunión.
Al fondo del blog se ve la imagen de un interior en abandono; muebles gastados, paredes húmedas, pisos cansados y cuadros nostálgicos… cabe considerar que la idea del abandono no es física sino simbólica, en la medida en que en el caos  se descuido el deber dialógico menesteroso de nuestra familia.

Ricardo Contreras García

Recuerdos: Contrastes



De ese rostro inundado de lágrimas quedaban pocos recuerdos, no había muchas personas que hubieran visto esos ojos húmedos y débiles ante la nostalgia. Pero yo guardaba con orgullo y sigilo uno de esos escasos recuerdos de su debilidad; yo lo vi llorar en Cartagena cuando, sin mediar palabra y con llanto derramado, había reconocido los errores de su crianza frente a mi rebelde padre; Yo había sido testigo de esa escena hermosa que denotaba el obcecado paso del tiempo y la muerte del orgullo fraudulento que había llenado de tumbas nuestro remanso.

Mi abuelo había sido un carpintero rudo y honesto que se había obsesionado con el trabajo y la procreación; desde muy temprana edad se había dedicado a la albañilería y a los oficios de la madera, esto, sin duda alguna, habría provocado su sentido de rectitud desmedida y su obsesionado amor por el arduo trajín, cosa que para sus 10 hijos (Sin contar 2 fallecidos) siempre fue un tormento, pues, al igual que él, tuvieron que hacer convivir su infancia con el trabajo forzoso y con el maltrato por su renuencia.

Pero hoy, salía tras el arco de aquella quinta a la que lo confinaron sus arremetidas, salía acompañado por enfermeras, con un paso recortado que contrastaba con el biotipo de buen caminador que siempre fue, aun vestía con nostalgia de antaño con camisa de manga larga un chaleco a rayas y un pantalón negro. Al otro lado, lo esperaba su familia que se alegraba de verlo tras algún tiempo de ausencia. Mi abuelo llego a nuestro seno, entristeció sus ojos y dejo brillar su iris, la familia comenzó a abrazarlo por turnos y el viejo, sin rencores, respondía gratamente los afectos: acariciaba rostros, mostraba su sonrisa cancina y hasta bailaba con un saltadito boyacense que me hacia recordar a mi padre.

Era claro que el tiempo había hecho su efecto incuestionable; las manos que antes se prestaban para maltratar ahora brindaban caricias en las mejillas que antes azotaba hasta ruborizar; la boca de labios extremadamente delgados, que antes reprendía sin justas razones, hoy decía, sin remordimientos ni mentiras, sentirse orgullosa de ver a su familia reunida.

Eso fue una señal religiosa, un mensaje de un Dios anónimo que suelo desconocer. El mensaje dictaba: La cabeza sobre la que reposaban, inconformes, mi familia y todas las saetas de sus odios, ha sido derrocada por el tiempo, pero sobre ella ahora se erige, bajo el mismo nombre, una estirpe de nuevos hombres bajo el mando de la nobleza senil de mi abuelo.

Siempre he vivido con el deseo alegórico de verles juntos como una familia unida, articulada y funcional, y ahora pienso, después de tanto tiempo, que todo será posible cuando se olvide el rencor que se cultivó en el amanecer de la infancia frustrada de nuestros padres.

Aun vivo con el recuerdo latente de aquella reunión en casa del tío David, cuando en ceremonia por nuestra bienvenida se reunieron casi todos los maravillosos seres que conforman mi familia y a pesar de no poder negar la radiante pintura que adornaba aquel cuadro, he de ser sincero, ¡faltó amor! !falto fraternidad! Falto quien les guiase por el camino de los buenos frutos, pero muy a pesar del apremiante estado del tiempo siempre hay espacio para reflexionar y darle un cambio a nuestras vidas, a nuestra vida como familia, debe ser el tiempo del cambio, hay que seguir el ejemplo de nuestro abuelo y padre, no solo para cumplir mi sueño egoísta, sino también para darle la oportunidad a nuestros hijos de crecer en el seno de una familia maravillosa.

“El tiempo ha hecho su efecto en el cambio paulatino de las cosas. Todo habrá de mejorar”


Ricardo Contreras García 
Sententia Giovane 24 de julio de 2009
sententiagiovane.blogspot.com

El Ogro de la Sabana







Crecí oyendo las historias de mi padre sobre una ciudad perdida en el cielo, que aparecía en la cima ñata de una meseta, sitiada por el escarpado relieve de la cordillera. Yo imaginaba un prado enorme y florecido, plagado de diminutas casas de bareque y techitos rojos, divididas por pastizales preñados de vacas y cabras traviesas correntinas.
Recuerdo que en sus historias siempre hizo notar su resentimiento contra un ogro de aquella pradera pendida del cielo, que había osado, sin justa razón, a tallar su cuerpo con arremetidas endemoniadas, cuyas zarpas se habían hecho notar en el lienzo de su piel y quien le había exiliado de su terruño de bareque tras algunas de sus injustas agresiones.
Bogotá era, en sus calles, una ciudad de mierda, desprovista de los lujos que hoy la colman, con ínfulas europeas que solo alcanzaban a hibridar su cultura; poco había de aquellas praderas soñadas, mucho menos de aquellas cabras o vacas, solo carros y mugre replegado con odio por las frías callejuelas de aquella falsa metrópolis.
El ogro me recibió sentado desde el comedor, virando su cabeza hacia mí con una sonrisa irónica que se dibujaba en su rostro. Aquella sonrisa desliñada se había dejador ver antes, en algunos retratos en sepia; incluso, me atrevo a decir, que es una herencia genética que ha adornado los retratos de su prole, sin embargo es una marca que se ha esfumado en el semblante de los hijos de esta nueva generación; eso me hacía pensar que aquella ironía risueña se debía a la manera como encubría, de manera cómplice, las tristezas de una realidad cruda; de esto no podría pensar que aquella ironía era una burla hacia el mundo, sino una sátira que les caricaturizaba a sí mismos.
Cuando el sol hubo de ponerse justo al frente de mi ventana, la puerta se corrió y el ogro apareció con otro de los suyos en sus manos; cargaba entonces uno de esos cereales provistos de otro de tantos extraños ogros africanos, le llamaban Melbin y salía en las propagandas de kellogs. El otro ogro, mi abuelo, tomo una cuchara que se ahogaba al fondo del plato y la puso en mi boca cargada de cereal; su sonrisa era tierna y sus manos acariciaban con brusquedad y torpeza primeriza mis cabellos lacios.
Ambos ogros, a su manera, habían hecho algo hermoso para mí, sin embargo debo admitir que esas caricias y ese amor tardío no me pertenecieron: fueron siempre el pacto de una paz que aquel ogro quiso firmar en su, ya solo, corazón, que se atormentaba en la selva de dudas y culpabilidades, y cuyo rastro, dejado al paso de los errores ciegos, había tallado los surcos en su piel marchita y había espolvoreado aquel polvillo plateado sobre su cabellera. Mi padre jamás dejo de pensar que era un ogro y el, atormentado, prefirió olvidar el mundo, olvidarse a sí mismo.

Ricardo Contreras García 
Sententia Giovane 20 de mayo 2010
sententiagiovane.blogspot.com


La iglesia Presbiteriana de Colombia contaba con Iglesias y entidades como los Colegios Americanos y fincas de recreo en varias ciudades y pueblos del país, como parte de su estructura de apoyo a su comunidad creyente y que eran parte del Consistorio, una entidad que se encargaba de administrarlas y de llevar a cabo su misión evangelizadora, el cual dependía de la Iglesia Presbiteriana de los Estados Unidos, pero que, mucho tiempo después, tuvo que independizarse y ser manejada por colombianos.

Mi familia, por ser miembros de la Iglesia Presbiteriana de Bogotá, participaba en muchas actividades y congresos que se llevaban a cabo en la misma Iglesia, o en la finca que poseían en Sasaima – Cundinamarca o en los Colegios Americanos que funcionaban al amparo de las Iglesias de cada ciudad.

Una de esas Iglesias funcionaba en Ibagué, capital del Departamento del Tolima, en donde también funcionaba un Colegio Americano y allí fue programado un encuentro de jóvenes en el cual se programaban juegos de basquetbol y futbol a la par de charlas y estudios de la Biblia normalmente dirigidos por misioneros gringos.

Mi papá, como cosa rara, nos dejó ir a mi hermana Lucía y a mí a pesar de que teníamos la responsabilidad de colaborar con los quehaceres de la casa y de la carpintería que tenía montada en la misma casa, lo cual se convertía en una esclavitud bien disimulada porque a toda hora teníamos que estar trabajando, lijando, cortando en la sierra circular, barriendo, o ayudando en todo cuanto se le ocurriera porque, según él, no teníamos derecho a “perder el tiempo, ni jugar ni a estudiar puesto que solo me dejó terminar la primaria en el colegio Americano. Lo único claro fue que nos fuimos por tren a Ibagué y, lógico, era nuestro primer viaje en ese medio. La emoción fue increíble y estábamos gozosos de participar en el viaje. Llegamos a la Estación de la Sabana y nos encaramamos en los vagones escogiendo el mejor lugar para mirar el paisaje.

Para mi hermana y yo, el viaje fue sensacional porque el paisaje de la sabana de Bogotá es de un verdor y una variedad increíble. A ratos veíamos el río Bogotá, que ya acusaba cierto daño por lo oscuro de sus aguas, y a los hermosos sauces que se acostaban a su rivera con sus ramas de color verde pálido mojándose en el agua. Más adelante comenzamos a ver las grandes fincas con muchas vacas y grandes potreros aislados con cercas de alambre de púa y, a medida que el tren avanzaba, cambiaba el paisaje tan rápidamente que uno casi no se daba cuenta hasta que veía los cambios de vegetación, de las vestimentas de la gente, de las casas y de las montañas a valles y nuevamente montañas. Era una sinfonía de colores, temperaturas, animales, personas y vistas hermosas.

El mismo traqueteo del tren nos mecía y hacía dormitar en un sueño consciente y etéreo a la vez que nos anunciaba cosas agradables para vivir. Al llegar a Ibagué recogimos nuestros morrales y la ropa que nos habíamos quitado, porque la sensación de calor era molesta. Claro, nosotros estábamos acostumbrados al frío y algo de calor ya nos incomodaba. Nos tocó caminar hasta el colegio donde habían habilitado el edificio del “internado” para recibirnos. Nos repartieron en las diferentes alcobas, separando mujeres de hombres, y nos dedicamos a conocer el Colegio. Eran dos estructuras de tres pisos y bastante largas, creo que tenía como veinte aulas por piso. En otro edificio separado quedaba el Internado donde vivían los muchachos que venían de los pueblos y ahora ocupábamos nosotros. En medio de las aulas estaba la cancha de Basquetbol, toda pavimentada y parecida a la que teníamos en el colegio de Bogotá, solo que ésta última era cubierta y la de allí al aire libre. En la parte trasera quedaba la piscina, la cancha de futbol y el parqueadero de los buses.

Lo primero que hicimos fue almorzar y, algunos, se fueron a la piscina. Nosotros no fuimos porque carecíamos de vestido de baño. En la tarde se iniciaron las presentaciones de las delegaciones y las charlas sobre la Biblia y como a las siete de la noche nos fuimos a comer. Era algo muy frugal lo que comíamos ya que mi hermana y yo dependíamos de lo que nos dieran porque de dinero: nada de nada. Eramos los pobres del paseo. Llegada la noche y luego de hacer algunos juegos grupales nos llegó la hora de dormir. Yo me fui al cuarto asignado, me puse mi camiseta y, en pantaloncillos, me tapé con la sábana que me había dado mi mamá. Como a eso de la una o dos de la mañana me despertó el frío tremendo que estaba haciendo. Yo tiritaba y me encogía en posición fetal para tratar de coger algo de calor, pero qué va, todo era inútil. En esas me di cuenta que las cortinas del cuarto se podían bajar y, ni corto ni perezoso, bajé una y me arropé con ella. Mis compañeros, en la misma situación, hicieron lo mismo ya que nunca nos imaginamos que en tierra caliente hiciera tanto frío a la madrugada.

Allí pasamos tres días maravillosos, despreocupados del trabajo y de las obligaciones caseras, viviendo el momento, gozando del calor y de frío, bajando y subiendo las cortinas de acuerdo a la necesidad, porque, eso sí, no podíamos dejar que nos cogieran con las cortinas como cobijas. La despedida de los estudiantes ibaguereños fue sentida y fraterna ya que aprendimos mucho de su forma de vivir y de sus necesidades y expectativas.

Al regreso, ya cansados y con ganas de dormir en su propia cama, nos dedicamos a observar el paisaje y a ir contando cuántas estaciones había antes de llegar a la Estación de la Sabana en Bogotá. Pero, no faltan los peros, también como cosa rara, mi hermana se descuidó de su morral y cuando nos fuimos a bajar yo la veía corriendo como loca por todos los vagones donde había estado. Le dije que qué pasaba y me contó que su morral, con todo y ropa, se le había perdido. Todos nuestros amigos nos ayudaron a buscar bajo todos los asientos y en los maleteros, pero nada. El morral se perdió y se ganó la muenda más horrible por parte de mi papá quien no desperdiciaba ocasión para usar su cinturón fuete dándonos por el lado de la hebilla. Toda una salvajada.

Ricardo Contreras Rubiano

LA MALEZA




Para mis hermanos y yo ese sitio sonaba mágico. No era, como se puede pensar, un montón de monte o de hierbas sin cortar; No, ese era el sitio por excelencia y a donde nos dirigíamos cada vez que teníamos permiso de nuestros padres para ir.

En el barrio donde vivíamos no había parques, las calles eran destapadas y sin alcantarillas, los andenes eran angostos y las casas no tenían balcones sino ventanas cerradas en donde, de vez en cuando, se asomaban los vecinos para “chismosear” decíamos nosotros. Nuestra casa no tenía ventanas a la calle pero si huecos por entre las tablas por donde mirábamos lo que pasaba diariamente en la “cuadra” o hilera de casas que era poco animada. Solo los sábados y domingos se escuchaba el totear de las mechas de un establecimiento que tenía el señor Naranjo donde jugaban tejo.

Por eso, nuestro parque era una hacienda inmensa, claro que para cualquier niño un lote grande es una hacienda sin fin, que para nosotros no tenía fin porque en todas nuestras numerosas excursiones nunca vimos hasta dónde llegaba y eso que la caminábamos bastante. En “la maleza” conocimos los toros de lidia, a distancia claro está, encontrábamos diversas frutas silvestres como moras y cerezas, subíamos a los árboles, armábamos columpios y conseguíamos raspones por todo el cuerpo. A veces nos íbamos hasta la carrilera del tren de la sabana y medio machacábamos latas de gaseosa o de cerveza que luego extendíamos en el riel para que el tren, cuando pasara, las dejar lisas y listas para armar sillas y mesas de juguete.

Allí Lucía, una de mis dos amadas hermanas mayores, perdió los zapatos un día en que nos acercamos demasiado a los corrales y nos metimos en ellos para acortar camino. Estábamos caminando con cuidado y controlando que ningún toro se nos acercara. De pronto uno de esos mastodontes comenzó a acercarse y mi hermana a gritar “ya viene” “ya viene” y, todos, en desbandada corrimos por entre el fango y heces, lo que hizo que los toros corrieran hacia nosotros. Apenas alcanzamos a cruzar la cerca y ponernos a salvo cuando mi hermana comenzó a llorar, Ya pasó le dijimos, pero ella asustada no podía decirnos que en medio de ese fango se habían quedado los zapatos domingueros que le compraban, mínimo, cada dos años.

Casi todos los domingos visitábamos “la maleza” porque nos permitía coger caracoles, no me acuerdo para qué, jugar por entre los árboles, correr tras Peti el perro fiel compañero nuestro que nos protegía, cuidaba y aguantaba en todo cuanto le hacíamos. Realmente era un perro aguantador hijo de otro Peti propiedad de nuestra casi hermana María Elba quien siempre nos acompañaba en esas correrías. Algunas veces llegábamos a la hacienda y nos daban leche pero no siempre podíamos hacerlo porque tenían perros grandes y podían matar al nuestro. Solo cuando nos encontrábamos en el camino con alguno de los habitantes de la hacienda, era posible acercarnos.

Aún recuerdo lo espectacular de la hacienda, con sus eucaliptus enormes, la casa grande y distante, el olor a monte y a hierbas aromáticas, los peones caminado como muñequitos u ordeñando las vacas. Todo era hermoso, lleno de vida, de aire puro, de mucha vegetación y pasto verde como esmeralda gigante en el suelo.
Sin embargo, sucedían cosas increíbles por causa de la Hacienda. Resulta que un poco cerca de la casa pasaban dos líneas de ferrocarril, una de sur a norte  y por el frente, es decir por lo que ahora es la carrera 30 en Bogotá y, otra, de norte a sur, por la parte de atrás, es decir, por “la maleza”. Un día llegó un tren, de sur a norte, con toros para la hacienda a los que, regularmente, bajaban en una estación pequeña que quedaba como a seis cuadras de la casa. De pronto cinco de esos mastodontes se escaparon y fueron a dar, perseguidos por los vaqueros, a las calles del barrio. Eso fue el desastre porque atacaban a todo y a todos. Las pocas canecas de la basura que había quedaron arruinadas, muchas puertas quedaron rotas, gente en bicicleta las dejaba tiradas y eran vueltas chatarra por los benditos animales. Todos nosotros, menos mi papá, estábamos en la casa encerrados y pendientes por si algún animal de esos llegaba a la cerca de tablas para salir corriendo.

Estando en esas vimos, por entre los huecos de las tablas, que un animal apareció por una calle de la cuadra y cómo, cuando vio algo de movimiento, se mandó a coger a una señora que caminaba por allí a pesar de las advertencias de la gente del barrio. Todos gritábamos y llorábamos, pero la señora muy hábilmente, y de un salto, quedó sentada sobre un muro de adobe que protegía el negocio del señor Naranjo. Luego de que pasó el susto, hubo necesidad de llamar a los vecinos para ayudar a bajarla de allí. Todavía me parece verla, con su traje color amarillo claro, corriendo y de pronto saltar para protegerse. Eso si fue motivo de risas entre nosotros y los vecinos.

Ese ajetreo duró bastante tiempo y fue necesario pedir ayuda a la policía para, al final, reunir los toros, montarlos en camiones y llevárselos para la hacienda de “la Maleza”, Creo que de ahí nació mi terror a los animales.

Ricardo Contreras Rubiano

SEMANA SANTA EN PACHAVITA



La familia de mi mamá, que vivía en Boyacá, era católica apostólica y romana pero nunca dijeron nada en contra de la fe que profesaban mis padres. Es más mi tía Rosita nos acompañaba, cuando estaba en nuestra casa del barrio “la culebrera”, a los servicios religiosos y nada pasaba. Ella era una mujer super inteligente, bonita, amable y cariñosa que había tenido, según entiendo, en Raúl su gran amor pero que por cosas del destino tuvo que dejarlo escapar.

A raíz de eso, ella trabajaba en casa de familia y se había apegado mucho a nosotros, especialmente a mí, y yo la adoraba. Un día le pidió permiso a mis padres para llevarme a la casa en Boyacá; como aceptaron, ella me compró mis primeros pantalones nuevos ya que toda mi ropa pasaba primero por mi hermano mayor y, luego, me la arreglaban a mi. Yo estaba feliz, no me cambiaba por nada y no hallaba la hora de emprender el viaje. No me acuerdo cómo ni dónde cogimos la flota pero si me acuerdo que llegamos a Chinavita, donde almorzamos, y luego a Pachavita desde donde nos desplazamos a la vereda a pie. Era una caminata larga y no se cómo la aguanté, lo que si recuerdo es la polvareda que levantaban los pocos carros que pasaban por la carretera y luego los numerosos caminos que anduvimos para llegar a la casa. Todo era nuevo para mí.

Una vez en la casa, me convertí en el niño mimado de mis tías porque, además de mi tía Rosita, allí vivía mi tía Luisa con quien, desde el primer momento, me encariñé y quise con toda mi alma. Claro que no tanto como a mi tía Rosita. Los días pasaron rápido y un miércoles de ceniza nos alistamos para ir a la misa del Jueves Santo en Pachavita porque había procesión y mi abuela quería ir. Ese Jueves, muy de madrugada con el cielo muy oscuro, nos levantamos, cogimos nuestros canastos, maletas y paraguas y salimos a caminar por esos lugares conocidos pero que a esa hora eran fantasmales ya que muy poca gente estaba levantada. Salíamos de la casa que quedaba a la altura de Bogotá, creo que a 2,300 metros más cerca de las estrellas, e íbamos bajando por cañadas, lomas, pequeños valles con riachuelos cantarinos y muchos árboles, entre ellos el “gaque” que nombraba mucho mi abuela.

A medida que amanecía podíamos ir viendo más detalles de los lugares por donde pasábamos y dejar de meter la pata en charcos o en el barro, porque una cosa era la ruta para ir a Pachavita y otra cosa era la de ir a Bogotá, eran dos cosas diferentes. A medida que bajábamos iba cambiando el clima hasta que cuando llegábamos al río, en un sitio llamado la Y, ya era clima caliente y se podía encontrar bananos, mandarinas, naranjas y caña de azúcar. Era todo un mundo nuevo que yo podía vivir y gozar porque mis tías me conseguían lo mejor. Esa misma tarde llegamos a Pachavita llenos de tierra amarilla pues la carretera era de ese color, almorzamos y descansamos donde unos amigos de mi tía Rosita y como a las seis nos fuimos para la iglesia.

La iglesia de Pachavita era grandísima pero llena de humo, las paredes llenas de hollín y de santos de todos los pelambres. Salimos en procesión por las calles del pueblo con una cantidad de imágenes sobre unas bases y con faldones de un color violeta o café y muchas flores naturales. La pobre gente que las cargaba sudaba mucho y yo no entendía para qué hacían eso porque la retahíla de rezos era la misma siempre. No cambiaban de ritmo y siempre repetían o contestaban lo mismo, pero turnándose. La ceremonia duró hasta tarde y tal sería mi cansancio que me dormí en una banca de la iglesia. La dormida para pasar la noche fue de horror porque nos tocó en un rincón de una tienda donde mis tías extendieron sus pañolones como colchones. Aún en esa incomodidad pudimos dormir y a la madrugada conseguir donde bañarnos la cara y comer algo de desayuno ya que mi abuela llevaba el “avío” en su canastico que nunca soltaba.

El regreso a la casa fue bastante duro porque salimos tarde y nos cogió el sol por la carretera. Total, yo me enfermé y tuvieron que demorarse más para que yo pudiera ir despacio. En últimas, pasó un amigo de mi tía en un caballo quien se ofreció a llevarme hasta un lugar donde se iniciaba el camino por las montañas. Fue un viaje terrible porque el “sangoloteo” me puso peor y al pobre señor le tocó montarme casi sobre sus piernas para que no me cayera. En el lugar donde comenzaba el camino por la montaña vivía una familia amiga quienes me dieron agua de limón y un caldo de carne que me mejoró mucho; allí esperé a mi abuela y a mis tías quienes no demoraron mucho. Fue un viaje de muchas experiencias y de cuentos porque mi abuela no hacía sino referir historias de duendes y fantasmas que me hacían temer lo peor en el camino.

Ricardo Contreras Rubiano

ZETAQUIRÁ




Es probable que no se escriba así, pero siempre me ha sonado bonito y misterioso este nombre ya que evoca años de felicidad, inocencia, descubrimiento y fascinación por todo lo de la naturaleza. Es que es un lugar mágico, montado en las montañas de la cordillera oriental boyacense, muy cerca de dos pueblitos con nombres sensacionales: Chinavita y Pachavita, en donde la vida era muy apacible, no había luz eléctrica ni teléfono, además, los carros pasaban muy lejos, no pasaban aviones y nunca se oía el ruido de un motor. Si era un tanto lúgubre por la mentalidad rezandera de sus pobladores y por sus costumbres campesinas en donde lo importante era tener cuidado de los animales y de los sembrados. Era gente que en su mayoría ni siquiera habían ido a ver una película (de pronto los que iban al pueblo si lo hacían) mejicana como las que se veían en Bogotá y que yo odiaba por su acento.

Digo que es un lugar mágico porque al subir de la carretera, en una caminata pesada y llena de barro, se llegaba a un vallecito con varias quebradas muy pequeñas que venían de la sierra llamada el Volador; una imponente y alta mole de rocas amarillas con salientes muy pronunciadas desde donde despegaban y jugaban tanto gallinazos o “gualas” como gavilanes y águilas.   

Aún me parece estar en ese lugar mirando el Volador, buscando el camino que llevaba a remontarlo y llegar a la casa de unos familiares de mi abuela materna quienes vivían en una especie de planicie con árboles muy altos y una casa muy grande. Allí, a mi alrededor podía oler las hierbas del camino, mirar los campos labrados, pensar en las deliciosas arepas y cuidados especiales de mi abuela y de mis tíos y tías a quienes visualizaba a distancia y corría para encontrarlos, dejando atrás todos los paquetes y maletas que enviaba mi mamá y que amigos recogían y llevaban a la casa.

Una vez en la casa era posible ver las montañas del frente, inmensas moles envueltas en un azul suave y con las cicatrices de los arados, de los caminos, con casitas diminutas y, de pronto, personas que se movían cual minúsculas marionetas y desaparecían en un santiamén. El cielo era puro y el aire se respiraba con agrado, la vegetación maravillosamente verde y la gente sencilla y amable hacía de ese paraíso una bendición.

A ese lugar se llegaba cansado porque era un viaje de cuatro horas desde Bogotá y dos horas de caminata desde el molino de caña de azúcar, en la carretera y a orillas del río, donde lo dejaba la flota (bus intermunicipal ahora), hasta llegar a una altura como la de Bogotá, es decir a clima frío. Esa caminata era la tragedia porque a medida que uno subía se encontraba con amigos y conocidos quienes le brindaban guarapo, muchas veces fuerte, que yo no podía tomar porque no me gustaba. Aparte de lo anterior, las maletas pesaban cada vez más y la sed y el hambre lo atenaceaban y hacían que deseara que el trayecto fuera más corto.

Para llegar a la casa se tenía que tomar un camino que pasaba por detrás de ésta y, una vez allí, dar un paso sobre la acequia que suministraba el agua, paso que debía ser con mucho cuidado para no dañarla o ensuciarla. La casa no era muy grande; constaba de dos habitaciones, una grande y la otra pequeña en donde estaba la cocina. Todo era muy rústico pero con una belleza natural que hacía ver todo perfecto. La habitación grande contaba con una escalera que llevaba a un zarzo en donde se guardaba el maíz y el resto de granos alimenticios pero que también servía para colocar el colchón para la cama de las visitas como yo,
Al llegar la noche, todos nos reuníamos en el corredor, alrededor de una vela protegida por un tarro plástico, a contar cuentos e historias, en especial mi abuela, mi tía Rosita y mi tío Demetrio, acerca de “guacas”, aparecidos y misterios ocurridos en la vereda. Era tanta la imaginación que no parábamos de reír y de hacer comentarios sobre las cosas que pasaban por allí. Cuando nos quedábamos en silencio, era posible oír las conversaciones de algunas casas vecinas a pesar de que había bastante distancia entre casa y casa. Si se apagaba la vela, era posible ver el cielo totalmente estrellado y, a la distancia, los fogones de muchas casa vecinas o de los de las montañas de enfrente. Era espectacular.

Antes de dormirnos acostumbrábamos a tomar una taza de chocolate con pan de maíz o un pedazo de arepa. Había arepas llamadas “carisecas” porque la cuajada (queso suave) se mezclaba directamente con la harina, de maíz tierno y cuajada o simplemente, de maíz molido con cuajada en el medio que eran mis preferidas. Al apagar las velas la oscuridad era total y se dormía plácidamente hasta que los gallos comenzaban con su sinfonía matutina. A esa hora mi tía ya tenía hecho el café y estaba alistando el desayuno que consistía en “changua” con arepa y huevos “pericos”. La delicia más grande para mí porque en Bogotá todos los días nos tocaba moler el plátano para hacer la colada de cada día.

Las madrugadas eran hermosas pero complicadas porque no había baño, el aseo personal era al aire libre y el agua muy fría porque venía del Volador o nacía cerca de la casa en un lugar lleno de puerros, vegetación exuberante y con patos que volaban en cuanto uno se acercaba. Total el baño diario se dejaba para luego y se iniciaban las labores de arreglar la casa, barrer y alistar los regalos para los vecinos, especialmente los de mi madrina Carmela quien, no sé cómo, ya estaba enterada de mi llegada. Ella era una señora de edad desconocida pero muy alegre y llena de vigor porque trabajaba como el mejor de los peones de su finca y era el motor de todo cuanto se hacía. Su marido Eliseo labraba la tierra con su yunta de bueyes y era bastante rústico en su forma de hablar, de vestirse y de actuar.

De acuerdo al día, el baño era completo o por partes para no resfriarnos porque el clima era bastante frío a pesar de que a medio día el calor era fuerte. Una vez solucionado lo del baño, se estaba listo para salir a visitar a los amigos y a recibir los agasajos que consistían en huevos duros, un arrume de papas cocidas, algo de cuajada y el infaltable guarapo que yo odiaba y me tocaba hacer que lo bebía para, luego, en un descuido, botarlo entre las matas.

Había días en que no salíamos de la casa por estar moliendo maíz para hacer el “chocula” o chocolate de harina, actividad que era toda una ceremonia porque a mis tías Luisa y Rosita les gustaba hacerlo con siete granos. Por lo tanto la molida era larga y cansona, luego de lo cual había que pasar las harinas por el cedazo grueso y fino. A partir de allí ellas se encargaban de añadirle la miel de caña y hacer las bolas, forma de presentación final del producto. De ahí su gran poder alimenticio.

Otros días me tocaba acompañar a mis tíos a trabajar en las “mandas” que son actividades realizadas por los varones de las familias de la zonaquienes van de predio en predio sembrando o cosechando, de acuerdo a un cronograma que nunca entendí, pero que hace posible el suministro de alimentos para cada familia. De acuerdo con esto, las familias dueñas de los predios debían enviar la comida y la bebida del día para todos los peones. Cuando esa actividad tocaba en la casa, mis pobres tías tenían de madrugar mucho, limpiar y alistar todos los alimentos, cocerlos y llevarlos al lugar donde estuvieran trabajando. Lo extraño es que a ellas nadie les pagaba o retribuía su labor.

En una de esas salidas acompañé a mi tío Demetrio a un sitio llamado Tres Canales que estaba ubicado en un páramo muy frío pero de donde sacaban, en grandes cantidades, ibias, cubios y otros tubérculos de una tierra negra como el carbón. Era maravilloso ver que se escarbaba y salían rodando los productos sin ningún esfuerzo. El paisaje era hermoso porque era como la ladera de una montaña y, a veces, se cubría de una neblina tenue que hacía que todo se humedeciera.

Mi abuela también poseía un terreno que denominábamos “el páramo” que estaba bastante lejos de la casa. Para ir allí debíamos salir muy temprano, caminar como unas dos horas y al llegar al pie de la montaña, subir por un lomo de ésta hasta la casita que era eso: una casita diminuta, donde de vez en cuando se quedaba uno de mis tíos para cuidar la labranza, si ya estaba para recoger. Era un sitio increíble, no se veían más que montañas y montañas sin rastros de casas o de caminos, con una vegetación muy verde y las nubes a ras de ella. Allí pastaba la única vaca de la familia y se daban el maíz, los rábanos, las papas, demás tubérculos así como los “tallos”, especie de col que sirve para hacer los “indios” u hojas dobladas dentro de las cuales se coloca una mezcla de harina y cuajada que son cocidas en agua.

Ricardo Contreras Rubiano