sábado, 10 de julio de 2010

LA MALEZA




Para mis hermanos y yo ese sitio sonaba mágico. No era, como se puede pensar, un montón de monte o de hierbas sin cortar; No, ese era el sitio por excelencia y a donde nos dirigíamos cada vez que teníamos permiso de nuestros padres para ir.

En el barrio donde vivíamos no había parques, las calles eran destapadas y sin alcantarillas, los andenes eran angostos y las casas no tenían balcones sino ventanas cerradas en donde, de vez en cuando, se asomaban los vecinos para “chismosear” decíamos nosotros. Nuestra casa no tenía ventanas a la calle pero si huecos por entre las tablas por donde mirábamos lo que pasaba diariamente en la “cuadra” o hilera de casas que era poco animada. Solo los sábados y domingos se escuchaba el totear de las mechas de un establecimiento que tenía el señor Naranjo donde jugaban tejo.

Por eso, nuestro parque era una hacienda inmensa, claro que para cualquier niño un lote grande es una hacienda sin fin, que para nosotros no tenía fin porque en todas nuestras numerosas excursiones nunca vimos hasta dónde llegaba y eso que la caminábamos bastante. En “la maleza” conocimos los toros de lidia, a distancia claro está, encontrábamos diversas frutas silvestres como moras y cerezas, subíamos a los árboles, armábamos columpios y conseguíamos raspones por todo el cuerpo. A veces nos íbamos hasta la carrilera del tren de la sabana y medio machacábamos latas de gaseosa o de cerveza que luego extendíamos en el riel para que el tren, cuando pasara, las dejar lisas y listas para armar sillas y mesas de juguete.

Allí Lucía, una de mis dos amadas hermanas mayores, perdió los zapatos un día en que nos acercamos demasiado a los corrales y nos metimos en ellos para acortar camino. Estábamos caminando con cuidado y controlando que ningún toro se nos acercara. De pronto uno de esos mastodontes comenzó a acercarse y mi hermana a gritar “ya viene” “ya viene” y, todos, en desbandada corrimos por entre el fango y heces, lo que hizo que los toros corrieran hacia nosotros. Apenas alcanzamos a cruzar la cerca y ponernos a salvo cuando mi hermana comenzó a llorar, Ya pasó le dijimos, pero ella asustada no podía decirnos que en medio de ese fango se habían quedado los zapatos domingueros que le compraban, mínimo, cada dos años.

Casi todos los domingos visitábamos “la maleza” porque nos permitía coger caracoles, no me acuerdo para qué, jugar por entre los árboles, correr tras Peti el perro fiel compañero nuestro que nos protegía, cuidaba y aguantaba en todo cuanto le hacíamos. Realmente era un perro aguantador hijo de otro Peti propiedad de nuestra casi hermana María Elba quien siempre nos acompañaba en esas correrías. Algunas veces llegábamos a la hacienda y nos daban leche pero no siempre podíamos hacerlo porque tenían perros grandes y podían matar al nuestro. Solo cuando nos encontrábamos en el camino con alguno de los habitantes de la hacienda, era posible acercarnos.

Aún recuerdo lo espectacular de la hacienda, con sus eucaliptus enormes, la casa grande y distante, el olor a monte y a hierbas aromáticas, los peones caminado como muñequitos u ordeñando las vacas. Todo era hermoso, lleno de vida, de aire puro, de mucha vegetación y pasto verde como esmeralda gigante en el suelo.
Sin embargo, sucedían cosas increíbles por causa de la Hacienda. Resulta que un poco cerca de la casa pasaban dos líneas de ferrocarril, una de sur a norte  y por el frente, es decir por lo que ahora es la carrera 30 en Bogotá y, otra, de norte a sur, por la parte de atrás, es decir, por “la maleza”. Un día llegó un tren, de sur a norte, con toros para la hacienda a los que, regularmente, bajaban en una estación pequeña que quedaba como a seis cuadras de la casa. De pronto cinco de esos mastodontes se escaparon y fueron a dar, perseguidos por los vaqueros, a las calles del barrio. Eso fue el desastre porque atacaban a todo y a todos. Las pocas canecas de la basura que había quedaron arruinadas, muchas puertas quedaron rotas, gente en bicicleta las dejaba tiradas y eran vueltas chatarra por los benditos animales. Todos nosotros, menos mi papá, estábamos en la casa encerrados y pendientes por si algún animal de esos llegaba a la cerca de tablas para salir corriendo.

Estando en esas vimos, por entre los huecos de las tablas, que un animal apareció por una calle de la cuadra y cómo, cuando vio algo de movimiento, se mandó a coger a una señora que caminaba por allí a pesar de las advertencias de la gente del barrio. Todos gritábamos y llorábamos, pero la señora muy hábilmente, y de un salto, quedó sentada sobre un muro de adobe que protegía el negocio del señor Naranjo. Luego de que pasó el susto, hubo necesidad de llamar a los vecinos para ayudar a bajarla de allí. Todavía me parece verla, con su traje color amarillo claro, corriendo y de pronto saltar para protegerse. Eso si fue motivo de risas entre nosotros y los vecinos.

Ese ajetreo duró bastante tiempo y fue necesario pedir ayuda a la policía para, al final, reunir los toros, montarlos en camiones y llevárselos para la hacienda de “la Maleza”, Creo que de ahí nació mi terror a los animales.

Ricardo Contreras Rubiano

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