sábado, 10 de julio de 2010

Acerca del blog




Los sucesos desafortunados que han permeado la historia de esta familia difusa a la que amo con desenfreno, han permitido esta serie de escritos y apologías al recuerdo y el perdón.
No fue nada planeado. Una noche mientras merodeaban los archivos extraños del PC encontré las notas nostálgicas de mi padre, que no eran otra cosa (además de fragmentos de mi mismo) que un cofrecito de recuerdos anclado a un pasado inmóvil, no tarde mucho en entender que era ese el exorcismo de su alma; era la muerte de los embrujos de un pasado tortuoso que había dejado traumas y secuelas en la divina mocedad de sus cuerpos.
Después de ojear la primera de las nostalgias, me atreví a escribir algo visto desde el post trauma pero fraguado desde su alter ego, y debo pensar que no fue de su gusto ver en mis letras a un ogro diluido en el tiempo que, por conciencia o por azar, no pudo anclarse al tiempo y vio en la ternura de sus años un cambio radical que mas que ser ajeno y olvidado por su familia debió ser el mensaje de un nuevo día.
No quiero pensar que tendremos que esperar aquel polvillo anciano sobre las sienes para ver aquellos años tiernos… pues en el final de nuestras vidas solo restara el olvido.

Concepto visual

El fondo del logo es un desdibujo de una foto familiar en alguno de aquellos tropeles alegres que se armaba, cual ejercito Cruzado, para invadir Villeta, un pueblito de Cundinamarca situado a algunas horas de la capital Santafesina.
El fondo está marcado por colores “neonisados” que intentan pelearse un espacio en el lienzo, la textura posterior es fantasmagórica y, tanto el nombre como la figura familiar, se desdibujan en un hibrido de colores obscuros.
El nombre, Kontrebia, esta veteado y perdido en un caos bélico que lo circunda. Debo confesar que el concepto que quise transmitir era el de una radiografía con betas  de guerra y desunión.
Al fondo del blog se ve la imagen de un interior en abandono; muebles gastados, paredes húmedas, pisos cansados y cuadros nostálgicos… cabe considerar que la idea del abandono no es física sino simbólica, en la medida en que en el caos  se descuido el deber dialógico menesteroso de nuestra familia.

Ricardo Contreras García

Recuerdos: Contrastes



De ese rostro inundado de lágrimas quedaban pocos recuerdos, no había muchas personas que hubieran visto esos ojos húmedos y débiles ante la nostalgia. Pero yo guardaba con orgullo y sigilo uno de esos escasos recuerdos de su debilidad; yo lo vi llorar en Cartagena cuando, sin mediar palabra y con llanto derramado, había reconocido los errores de su crianza frente a mi rebelde padre; Yo había sido testigo de esa escena hermosa que denotaba el obcecado paso del tiempo y la muerte del orgullo fraudulento que había llenado de tumbas nuestro remanso.

Mi abuelo había sido un carpintero rudo y honesto que se había obsesionado con el trabajo y la procreación; desde muy temprana edad se había dedicado a la albañilería y a los oficios de la madera, esto, sin duda alguna, habría provocado su sentido de rectitud desmedida y su obsesionado amor por el arduo trajín, cosa que para sus 10 hijos (Sin contar 2 fallecidos) siempre fue un tormento, pues, al igual que él, tuvieron que hacer convivir su infancia con el trabajo forzoso y con el maltrato por su renuencia.

Pero hoy, salía tras el arco de aquella quinta a la que lo confinaron sus arremetidas, salía acompañado por enfermeras, con un paso recortado que contrastaba con el biotipo de buen caminador que siempre fue, aun vestía con nostalgia de antaño con camisa de manga larga un chaleco a rayas y un pantalón negro. Al otro lado, lo esperaba su familia que se alegraba de verlo tras algún tiempo de ausencia. Mi abuelo llego a nuestro seno, entristeció sus ojos y dejo brillar su iris, la familia comenzó a abrazarlo por turnos y el viejo, sin rencores, respondía gratamente los afectos: acariciaba rostros, mostraba su sonrisa cancina y hasta bailaba con un saltadito boyacense que me hacia recordar a mi padre.

Era claro que el tiempo había hecho su efecto incuestionable; las manos que antes se prestaban para maltratar ahora brindaban caricias en las mejillas que antes azotaba hasta ruborizar; la boca de labios extremadamente delgados, que antes reprendía sin justas razones, hoy decía, sin remordimientos ni mentiras, sentirse orgullosa de ver a su familia reunida.

Eso fue una señal religiosa, un mensaje de un Dios anónimo que suelo desconocer. El mensaje dictaba: La cabeza sobre la que reposaban, inconformes, mi familia y todas las saetas de sus odios, ha sido derrocada por el tiempo, pero sobre ella ahora se erige, bajo el mismo nombre, una estirpe de nuevos hombres bajo el mando de la nobleza senil de mi abuelo.

Siempre he vivido con el deseo alegórico de verles juntos como una familia unida, articulada y funcional, y ahora pienso, después de tanto tiempo, que todo será posible cuando se olvide el rencor que se cultivó en el amanecer de la infancia frustrada de nuestros padres.

Aun vivo con el recuerdo latente de aquella reunión en casa del tío David, cuando en ceremonia por nuestra bienvenida se reunieron casi todos los maravillosos seres que conforman mi familia y a pesar de no poder negar la radiante pintura que adornaba aquel cuadro, he de ser sincero, ¡faltó amor! !falto fraternidad! Falto quien les guiase por el camino de los buenos frutos, pero muy a pesar del apremiante estado del tiempo siempre hay espacio para reflexionar y darle un cambio a nuestras vidas, a nuestra vida como familia, debe ser el tiempo del cambio, hay que seguir el ejemplo de nuestro abuelo y padre, no solo para cumplir mi sueño egoísta, sino también para darle la oportunidad a nuestros hijos de crecer en el seno de una familia maravillosa.

“El tiempo ha hecho su efecto en el cambio paulatino de las cosas. Todo habrá de mejorar”


Ricardo Contreras García 
Sententia Giovane 24 de julio de 2009
sententiagiovane.blogspot.com

El Ogro de la Sabana







Crecí oyendo las historias de mi padre sobre una ciudad perdida en el cielo, que aparecía en la cima ñata de una meseta, sitiada por el escarpado relieve de la cordillera. Yo imaginaba un prado enorme y florecido, plagado de diminutas casas de bareque y techitos rojos, divididas por pastizales preñados de vacas y cabras traviesas correntinas.
Recuerdo que en sus historias siempre hizo notar su resentimiento contra un ogro de aquella pradera pendida del cielo, que había osado, sin justa razón, a tallar su cuerpo con arremetidas endemoniadas, cuyas zarpas se habían hecho notar en el lienzo de su piel y quien le había exiliado de su terruño de bareque tras algunas de sus injustas agresiones.
Bogotá era, en sus calles, una ciudad de mierda, desprovista de los lujos que hoy la colman, con ínfulas europeas que solo alcanzaban a hibridar su cultura; poco había de aquellas praderas soñadas, mucho menos de aquellas cabras o vacas, solo carros y mugre replegado con odio por las frías callejuelas de aquella falsa metrópolis.
El ogro me recibió sentado desde el comedor, virando su cabeza hacia mí con una sonrisa irónica que se dibujaba en su rostro. Aquella sonrisa desliñada se había dejador ver antes, en algunos retratos en sepia; incluso, me atrevo a decir, que es una herencia genética que ha adornado los retratos de su prole, sin embargo es una marca que se ha esfumado en el semblante de los hijos de esta nueva generación; eso me hacía pensar que aquella ironía risueña se debía a la manera como encubría, de manera cómplice, las tristezas de una realidad cruda; de esto no podría pensar que aquella ironía era una burla hacia el mundo, sino una sátira que les caricaturizaba a sí mismos.
Cuando el sol hubo de ponerse justo al frente de mi ventana, la puerta se corrió y el ogro apareció con otro de los suyos en sus manos; cargaba entonces uno de esos cereales provistos de otro de tantos extraños ogros africanos, le llamaban Melbin y salía en las propagandas de kellogs. El otro ogro, mi abuelo, tomo una cuchara que se ahogaba al fondo del plato y la puso en mi boca cargada de cereal; su sonrisa era tierna y sus manos acariciaban con brusquedad y torpeza primeriza mis cabellos lacios.
Ambos ogros, a su manera, habían hecho algo hermoso para mí, sin embargo debo admitir que esas caricias y ese amor tardío no me pertenecieron: fueron siempre el pacto de una paz que aquel ogro quiso firmar en su, ya solo, corazón, que se atormentaba en la selva de dudas y culpabilidades, y cuyo rastro, dejado al paso de los errores ciegos, había tallado los surcos en su piel marchita y había espolvoreado aquel polvillo plateado sobre su cabellera. Mi padre jamás dejo de pensar que era un ogro y el, atormentado, prefirió olvidar el mundo, olvidarse a sí mismo.

Ricardo Contreras García 
Sententia Giovane 20 de mayo 2010
sententiagiovane.blogspot.com


La iglesia Presbiteriana de Colombia contaba con Iglesias y entidades como los Colegios Americanos y fincas de recreo en varias ciudades y pueblos del país, como parte de su estructura de apoyo a su comunidad creyente y que eran parte del Consistorio, una entidad que se encargaba de administrarlas y de llevar a cabo su misión evangelizadora, el cual dependía de la Iglesia Presbiteriana de los Estados Unidos, pero que, mucho tiempo después, tuvo que independizarse y ser manejada por colombianos.

Mi familia, por ser miembros de la Iglesia Presbiteriana de Bogotá, participaba en muchas actividades y congresos que se llevaban a cabo en la misma Iglesia, o en la finca que poseían en Sasaima – Cundinamarca o en los Colegios Americanos que funcionaban al amparo de las Iglesias de cada ciudad.

Una de esas Iglesias funcionaba en Ibagué, capital del Departamento del Tolima, en donde también funcionaba un Colegio Americano y allí fue programado un encuentro de jóvenes en el cual se programaban juegos de basquetbol y futbol a la par de charlas y estudios de la Biblia normalmente dirigidos por misioneros gringos.

Mi papá, como cosa rara, nos dejó ir a mi hermana Lucía y a mí a pesar de que teníamos la responsabilidad de colaborar con los quehaceres de la casa y de la carpintería que tenía montada en la misma casa, lo cual se convertía en una esclavitud bien disimulada porque a toda hora teníamos que estar trabajando, lijando, cortando en la sierra circular, barriendo, o ayudando en todo cuanto se le ocurriera porque, según él, no teníamos derecho a “perder el tiempo, ni jugar ni a estudiar puesto que solo me dejó terminar la primaria en el colegio Americano. Lo único claro fue que nos fuimos por tren a Ibagué y, lógico, era nuestro primer viaje en ese medio. La emoción fue increíble y estábamos gozosos de participar en el viaje. Llegamos a la Estación de la Sabana y nos encaramamos en los vagones escogiendo el mejor lugar para mirar el paisaje.

Para mi hermana y yo, el viaje fue sensacional porque el paisaje de la sabana de Bogotá es de un verdor y una variedad increíble. A ratos veíamos el río Bogotá, que ya acusaba cierto daño por lo oscuro de sus aguas, y a los hermosos sauces que se acostaban a su rivera con sus ramas de color verde pálido mojándose en el agua. Más adelante comenzamos a ver las grandes fincas con muchas vacas y grandes potreros aislados con cercas de alambre de púa y, a medida que el tren avanzaba, cambiaba el paisaje tan rápidamente que uno casi no se daba cuenta hasta que veía los cambios de vegetación, de las vestimentas de la gente, de las casas y de las montañas a valles y nuevamente montañas. Era una sinfonía de colores, temperaturas, animales, personas y vistas hermosas.

El mismo traqueteo del tren nos mecía y hacía dormitar en un sueño consciente y etéreo a la vez que nos anunciaba cosas agradables para vivir. Al llegar a Ibagué recogimos nuestros morrales y la ropa que nos habíamos quitado, porque la sensación de calor era molesta. Claro, nosotros estábamos acostumbrados al frío y algo de calor ya nos incomodaba. Nos tocó caminar hasta el colegio donde habían habilitado el edificio del “internado” para recibirnos. Nos repartieron en las diferentes alcobas, separando mujeres de hombres, y nos dedicamos a conocer el Colegio. Eran dos estructuras de tres pisos y bastante largas, creo que tenía como veinte aulas por piso. En otro edificio separado quedaba el Internado donde vivían los muchachos que venían de los pueblos y ahora ocupábamos nosotros. En medio de las aulas estaba la cancha de Basquetbol, toda pavimentada y parecida a la que teníamos en el colegio de Bogotá, solo que ésta última era cubierta y la de allí al aire libre. En la parte trasera quedaba la piscina, la cancha de futbol y el parqueadero de los buses.

Lo primero que hicimos fue almorzar y, algunos, se fueron a la piscina. Nosotros no fuimos porque carecíamos de vestido de baño. En la tarde se iniciaron las presentaciones de las delegaciones y las charlas sobre la Biblia y como a las siete de la noche nos fuimos a comer. Era algo muy frugal lo que comíamos ya que mi hermana y yo dependíamos de lo que nos dieran porque de dinero: nada de nada. Eramos los pobres del paseo. Llegada la noche y luego de hacer algunos juegos grupales nos llegó la hora de dormir. Yo me fui al cuarto asignado, me puse mi camiseta y, en pantaloncillos, me tapé con la sábana que me había dado mi mamá. Como a eso de la una o dos de la mañana me despertó el frío tremendo que estaba haciendo. Yo tiritaba y me encogía en posición fetal para tratar de coger algo de calor, pero qué va, todo era inútil. En esas me di cuenta que las cortinas del cuarto se podían bajar y, ni corto ni perezoso, bajé una y me arropé con ella. Mis compañeros, en la misma situación, hicieron lo mismo ya que nunca nos imaginamos que en tierra caliente hiciera tanto frío a la madrugada.

Allí pasamos tres días maravillosos, despreocupados del trabajo y de las obligaciones caseras, viviendo el momento, gozando del calor y de frío, bajando y subiendo las cortinas de acuerdo a la necesidad, porque, eso sí, no podíamos dejar que nos cogieran con las cortinas como cobijas. La despedida de los estudiantes ibaguereños fue sentida y fraterna ya que aprendimos mucho de su forma de vivir y de sus necesidades y expectativas.

Al regreso, ya cansados y con ganas de dormir en su propia cama, nos dedicamos a observar el paisaje y a ir contando cuántas estaciones había antes de llegar a la Estación de la Sabana en Bogotá. Pero, no faltan los peros, también como cosa rara, mi hermana se descuidó de su morral y cuando nos fuimos a bajar yo la veía corriendo como loca por todos los vagones donde había estado. Le dije que qué pasaba y me contó que su morral, con todo y ropa, se le había perdido. Todos nuestros amigos nos ayudaron a buscar bajo todos los asientos y en los maleteros, pero nada. El morral se perdió y se ganó la muenda más horrible por parte de mi papá quien no desperdiciaba ocasión para usar su cinturón fuete dándonos por el lado de la hebilla. Toda una salvajada.

Ricardo Contreras Rubiano

LA MALEZA




Para mis hermanos y yo ese sitio sonaba mágico. No era, como se puede pensar, un montón de monte o de hierbas sin cortar; No, ese era el sitio por excelencia y a donde nos dirigíamos cada vez que teníamos permiso de nuestros padres para ir.

En el barrio donde vivíamos no había parques, las calles eran destapadas y sin alcantarillas, los andenes eran angostos y las casas no tenían balcones sino ventanas cerradas en donde, de vez en cuando, se asomaban los vecinos para “chismosear” decíamos nosotros. Nuestra casa no tenía ventanas a la calle pero si huecos por entre las tablas por donde mirábamos lo que pasaba diariamente en la “cuadra” o hilera de casas que era poco animada. Solo los sábados y domingos se escuchaba el totear de las mechas de un establecimiento que tenía el señor Naranjo donde jugaban tejo.

Por eso, nuestro parque era una hacienda inmensa, claro que para cualquier niño un lote grande es una hacienda sin fin, que para nosotros no tenía fin porque en todas nuestras numerosas excursiones nunca vimos hasta dónde llegaba y eso que la caminábamos bastante. En “la maleza” conocimos los toros de lidia, a distancia claro está, encontrábamos diversas frutas silvestres como moras y cerezas, subíamos a los árboles, armábamos columpios y conseguíamos raspones por todo el cuerpo. A veces nos íbamos hasta la carrilera del tren de la sabana y medio machacábamos latas de gaseosa o de cerveza que luego extendíamos en el riel para que el tren, cuando pasara, las dejar lisas y listas para armar sillas y mesas de juguete.

Allí Lucía, una de mis dos amadas hermanas mayores, perdió los zapatos un día en que nos acercamos demasiado a los corrales y nos metimos en ellos para acortar camino. Estábamos caminando con cuidado y controlando que ningún toro se nos acercara. De pronto uno de esos mastodontes comenzó a acercarse y mi hermana a gritar “ya viene” “ya viene” y, todos, en desbandada corrimos por entre el fango y heces, lo que hizo que los toros corrieran hacia nosotros. Apenas alcanzamos a cruzar la cerca y ponernos a salvo cuando mi hermana comenzó a llorar, Ya pasó le dijimos, pero ella asustada no podía decirnos que en medio de ese fango se habían quedado los zapatos domingueros que le compraban, mínimo, cada dos años.

Casi todos los domingos visitábamos “la maleza” porque nos permitía coger caracoles, no me acuerdo para qué, jugar por entre los árboles, correr tras Peti el perro fiel compañero nuestro que nos protegía, cuidaba y aguantaba en todo cuanto le hacíamos. Realmente era un perro aguantador hijo de otro Peti propiedad de nuestra casi hermana María Elba quien siempre nos acompañaba en esas correrías. Algunas veces llegábamos a la hacienda y nos daban leche pero no siempre podíamos hacerlo porque tenían perros grandes y podían matar al nuestro. Solo cuando nos encontrábamos en el camino con alguno de los habitantes de la hacienda, era posible acercarnos.

Aún recuerdo lo espectacular de la hacienda, con sus eucaliptus enormes, la casa grande y distante, el olor a monte y a hierbas aromáticas, los peones caminado como muñequitos u ordeñando las vacas. Todo era hermoso, lleno de vida, de aire puro, de mucha vegetación y pasto verde como esmeralda gigante en el suelo.
Sin embargo, sucedían cosas increíbles por causa de la Hacienda. Resulta que un poco cerca de la casa pasaban dos líneas de ferrocarril, una de sur a norte  y por el frente, es decir por lo que ahora es la carrera 30 en Bogotá y, otra, de norte a sur, por la parte de atrás, es decir, por “la maleza”. Un día llegó un tren, de sur a norte, con toros para la hacienda a los que, regularmente, bajaban en una estación pequeña que quedaba como a seis cuadras de la casa. De pronto cinco de esos mastodontes se escaparon y fueron a dar, perseguidos por los vaqueros, a las calles del barrio. Eso fue el desastre porque atacaban a todo y a todos. Las pocas canecas de la basura que había quedaron arruinadas, muchas puertas quedaron rotas, gente en bicicleta las dejaba tiradas y eran vueltas chatarra por los benditos animales. Todos nosotros, menos mi papá, estábamos en la casa encerrados y pendientes por si algún animal de esos llegaba a la cerca de tablas para salir corriendo.

Estando en esas vimos, por entre los huecos de las tablas, que un animal apareció por una calle de la cuadra y cómo, cuando vio algo de movimiento, se mandó a coger a una señora que caminaba por allí a pesar de las advertencias de la gente del barrio. Todos gritábamos y llorábamos, pero la señora muy hábilmente, y de un salto, quedó sentada sobre un muro de adobe que protegía el negocio del señor Naranjo. Luego de que pasó el susto, hubo necesidad de llamar a los vecinos para ayudar a bajarla de allí. Todavía me parece verla, con su traje color amarillo claro, corriendo y de pronto saltar para protegerse. Eso si fue motivo de risas entre nosotros y los vecinos.

Ese ajetreo duró bastante tiempo y fue necesario pedir ayuda a la policía para, al final, reunir los toros, montarlos en camiones y llevárselos para la hacienda de “la Maleza”, Creo que de ahí nació mi terror a los animales.

Ricardo Contreras Rubiano

SEMANA SANTA EN PACHAVITA



La familia de mi mamá, que vivía en Boyacá, era católica apostólica y romana pero nunca dijeron nada en contra de la fe que profesaban mis padres. Es más mi tía Rosita nos acompañaba, cuando estaba en nuestra casa del barrio “la culebrera”, a los servicios religiosos y nada pasaba. Ella era una mujer super inteligente, bonita, amable y cariñosa que había tenido, según entiendo, en Raúl su gran amor pero que por cosas del destino tuvo que dejarlo escapar.

A raíz de eso, ella trabajaba en casa de familia y se había apegado mucho a nosotros, especialmente a mí, y yo la adoraba. Un día le pidió permiso a mis padres para llevarme a la casa en Boyacá; como aceptaron, ella me compró mis primeros pantalones nuevos ya que toda mi ropa pasaba primero por mi hermano mayor y, luego, me la arreglaban a mi. Yo estaba feliz, no me cambiaba por nada y no hallaba la hora de emprender el viaje. No me acuerdo cómo ni dónde cogimos la flota pero si me acuerdo que llegamos a Chinavita, donde almorzamos, y luego a Pachavita desde donde nos desplazamos a la vereda a pie. Era una caminata larga y no se cómo la aguanté, lo que si recuerdo es la polvareda que levantaban los pocos carros que pasaban por la carretera y luego los numerosos caminos que anduvimos para llegar a la casa. Todo era nuevo para mí.

Una vez en la casa, me convertí en el niño mimado de mis tías porque, además de mi tía Rosita, allí vivía mi tía Luisa con quien, desde el primer momento, me encariñé y quise con toda mi alma. Claro que no tanto como a mi tía Rosita. Los días pasaron rápido y un miércoles de ceniza nos alistamos para ir a la misa del Jueves Santo en Pachavita porque había procesión y mi abuela quería ir. Ese Jueves, muy de madrugada con el cielo muy oscuro, nos levantamos, cogimos nuestros canastos, maletas y paraguas y salimos a caminar por esos lugares conocidos pero que a esa hora eran fantasmales ya que muy poca gente estaba levantada. Salíamos de la casa que quedaba a la altura de Bogotá, creo que a 2,300 metros más cerca de las estrellas, e íbamos bajando por cañadas, lomas, pequeños valles con riachuelos cantarinos y muchos árboles, entre ellos el “gaque” que nombraba mucho mi abuela.

A medida que amanecía podíamos ir viendo más detalles de los lugares por donde pasábamos y dejar de meter la pata en charcos o en el barro, porque una cosa era la ruta para ir a Pachavita y otra cosa era la de ir a Bogotá, eran dos cosas diferentes. A medida que bajábamos iba cambiando el clima hasta que cuando llegábamos al río, en un sitio llamado la Y, ya era clima caliente y se podía encontrar bananos, mandarinas, naranjas y caña de azúcar. Era todo un mundo nuevo que yo podía vivir y gozar porque mis tías me conseguían lo mejor. Esa misma tarde llegamos a Pachavita llenos de tierra amarilla pues la carretera era de ese color, almorzamos y descansamos donde unos amigos de mi tía Rosita y como a las seis nos fuimos para la iglesia.

La iglesia de Pachavita era grandísima pero llena de humo, las paredes llenas de hollín y de santos de todos los pelambres. Salimos en procesión por las calles del pueblo con una cantidad de imágenes sobre unas bases y con faldones de un color violeta o café y muchas flores naturales. La pobre gente que las cargaba sudaba mucho y yo no entendía para qué hacían eso porque la retahíla de rezos era la misma siempre. No cambiaban de ritmo y siempre repetían o contestaban lo mismo, pero turnándose. La ceremonia duró hasta tarde y tal sería mi cansancio que me dormí en una banca de la iglesia. La dormida para pasar la noche fue de horror porque nos tocó en un rincón de una tienda donde mis tías extendieron sus pañolones como colchones. Aún en esa incomodidad pudimos dormir y a la madrugada conseguir donde bañarnos la cara y comer algo de desayuno ya que mi abuela llevaba el “avío” en su canastico que nunca soltaba.

El regreso a la casa fue bastante duro porque salimos tarde y nos cogió el sol por la carretera. Total, yo me enfermé y tuvieron que demorarse más para que yo pudiera ir despacio. En últimas, pasó un amigo de mi tía en un caballo quien se ofreció a llevarme hasta un lugar donde se iniciaba el camino por las montañas. Fue un viaje terrible porque el “sangoloteo” me puso peor y al pobre señor le tocó montarme casi sobre sus piernas para que no me cayera. En el lugar donde comenzaba el camino por la montaña vivía una familia amiga quienes me dieron agua de limón y un caldo de carne que me mejoró mucho; allí esperé a mi abuela y a mis tías quienes no demoraron mucho. Fue un viaje de muchas experiencias y de cuentos porque mi abuela no hacía sino referir historias de duendes y fantasmas que me hacían temer lo peor en el camino.

Ricardo Contreras Rubiano

ZETAQUIRÁ




Es probable que no se escriba así, pero siempre me ha sonado bonito y misterioso este nombre ya que evoca años de felicidad, inocencia, descubrimiento y fascinación por todo lo de la naturaleza. Es que es un lugar mágico, montado en las montañas de la cordillera oriental boyacense, muy cerca de dos pueblitos con nombres sensacionales: Chinavita y Pachavita, en donde la vida era muy apacible, no había luz eléctrica ni teléfono, además, los carros pasaban muy lejos, no pasaban aviones y nunca se oía el ruido de un motor. Si era un tanto lúgubre por la mentalidad rezandera de sus pobladores y por sus costumbres campesinas en donde lo importante era tener cuidado de los animales y de los sembrados. Era gente que en su mayoría ni siquiera habían ido a ver una película (de pronto los que iban al pueblo si lo hacían) mejicana como las que se veían en Bogotá y que yo odiaba por su acento.

Digo que es un lugar mágico porque al subir de la carretera, en una caminata pesada y llena de barro, se llegaba a un vallecito con varias quebradas muy pequeñas que venían de la sierra llamada el Volador; una imponente y alta mole de rocas amarillas con salientes muy pronunciadas desde donde despegaban y jugaban tanto gallinazos o “gualas” como gavilanes y águilas.   

Aún me parece estar en ese lugar mirando el Volador, buscando el camino que llevaba a remontarlo y llegar a la casa de unos familiares de mi abuela materna quienes vivían en una especie de planicie con árboles muy altos y una casa muy grande. Allí, a mi alrededor podía oler las hierbas del camino, mirar los campos labrados, pensar en las deliciosas arepas y cuidados especiales de mi abuela y de mis tíos y tías a quienes visualizaba a distancia y corría para encontrarlos, dejando atrás todos los paquetes y maletas que enviaba mi mamá y que amigos recogían y llevaban a la casa.

Una vez en la casa era posible ver las montañas del frente, inmensas moles envueltas en un azul suave y con las cicatrices de los arados, de los caminos, con casitas diminutas y, de pronto, personas que se movían cual minúsculas marionetas y desaparecían en un santiamén. El cielo era puro y el aire se respiraba con agrado, la vegetación maravillosamente verde y la gente sencilla y amable hacía de ese paraíso una bendición.

A ese lugar se llegaba cansado porque era un viaje de cuatro horas desde Bogotá y dos horas de caminata desde el molino de caña de azúcar, en la carretera y a orillas del río, donde lo dejaba la flota (bus intermunicipal ahora), hasta llegar a una altura como la de Bogotá, es decir a clima frío. Esa caminata era la tragedia porque a medida que uno subía se encontraba con amigos y conocidos quienes le brindaban guarapo, muchas veces fuerte, que yo no podía tomar porque no me gustaba. Aparte de lo anterior, las maletas pesaban cada vez más y la sed y el hambre lo atenaceaban y hacían que deseara que el trayecto fuera más corto.

Para llegar a la casa se tenía que tomar un camino que pasaba por detrás de ésta y, una vez allí, dar un paso sobre la acequia que suministraba el agua, paso que debía ser con mucho cuidado para no dañarla o ensuciarla. La casa no era muy grande; constaba de dos habitaciones, una grande y la otra pequeña en donde estaba la cocina. Todo era muy rústico pero con una belleza natural que hacía ver todo perfecto. La habitación grande contaba con una escalera que llevaba a un zarzo en donde se guardaba el maíz y el resto de granos alimenticios pero que también servía para colocar el colchón para la cama de las visitas como yo,
Al llegar la noche, todos nos reuníamos en el corredor, alrededor de una vela protegida por un tarro plástico, a contar cuentos e historias, en especial mi abuela, mi tía Rosita y mi tío Demetrio, acerca de “guacas”, aparecidos y misterios ocurridos en la vereda. Era tanta la imaginación que no parábamos de reír y de hacer comentarios sobre las cosas que pasaban por allí. Cuando nos quedábamos en silencio, era posible oír las conversaciones de algunas casas vecinas a pesar de que había bastante distancia entre casa y casa. Si se apagaba la vela, era posible ver el cielo totalmente estrellado y, a la distancia, los fogones de muchas casa vecinas o de los de las montañas de enfrente. Era espectacular.

Antes de dormirnos acostumbrábamos a tomar una taza de chocolate con pan de maíz o un pedazo de arepa. Había arepas llamadas “carisecas” porque la cuajada (queso suave) se mezclaba directamente con la harina, de maíz tierno y cuajada o simplemente, de maíz molido con cuajada en el medio que eran mis preferidas. Al apagar las velas la oscuridad era total y se dormía plácidamente hasta que los gallos comenzaban con su sinfonía matutina. A esa hora mi tía ya tenía hecho el café y estaba alistando el desayuno que consistía en “changua” con arepa y huevos “pericos”. La delicia más grande para mí porque en Bogotá todos los días nos tocaba moler el plátano para hacer la colada de cada día.

Las madrugadas eran hermosas pero complicadas porque no había baño, el aseo personal era al aire libre y el agua muy fría porque venía del Volador o nacía cerca de la casa en un lugar lleno de puerros, vegetación exuberante y con patos que volaban en cuanto uno se acercaba. Total el baño diario se dejaba para luego y se iniciaban las labores de arreglar la casa, barrer y alistar los regalos para los vecinos, especialmente los de mi madrina Carmela quien, no sé cómo, ya estaba enterada de mi llegada. Ella era una señora de edad desconocida pero muy alegre y llena de vigor porque trabajaba como el mejor de los peones de su finca y era el motor de todo cuanto se hacía. Su marido Eliseo labraba la tierra con su yunta de bueyes y era bastante rústico en su forma de hablar, de vestirse y de actuar.

De acuerdo al día, el baño era completo o por partes para no resfriarnos porque el clima era bastante frío a pesar de que a medio día el calor era fuerte. Una vez solucionado lo del baño, se estaba listo para salir a visitar a los amigos y a recibir los agasajos que consistían en huevos duros, un arrume de papas cocidas, algo de cuajada y el infaltable guarapo que yo odiaba y me tocaba hacer que lo bebía para, luego, en un descuido, botarlo entre las matas.

Había días en que no salíamos de la casa por estar moliendo maíz para hacer el “chocula” o chocolate de harina, actividad que era toda una ceremonia porque a mis tías Luisa y Rosita les gustaba hacerlo con siete granos. Por lo tanto la molida era larga y cansona, luego de lo cual había que pasar las harinas por el cedazo grueso y fino. A partir de allí ellas se encargaban de añadirle la miel de caña y hacer las bolas, forma de presentación final del producto. De ahí su gran poder alimenticio.

Otros días me tocaba acompañar a mis tíos a trabajar en las “mandas” que son actividades realizadas por los varones de las familias de la zonaquienes van de predio en predio sembrando o cosechando, de acuerdo a un cronograma que nunca entendí, pero que hace posible el suministro de alimentos para cada familia. De acuerdo con esto, las familias dueñas de los predios debían enviar la comida y la bebida del día para todos los peones. Cuando esa actividad tocaba en la casa, mis pobres tías tenían de madrugar mucho, limpiar y alistar todos los alimentos, cocerlos y llevarlos al lugar donde estuvieran trabajando. Lo extraño es que a ellas nadie les pagaba o retribuía su labor.

En una de esas salidas acompañé a mi tío Demetrio a un sitio llamado Tres Canales que estaba ubicado en un páramo muy frío pero de donde sacaban, en grandes cantidades, ibias, cubios y otros tubérculos de una tierra negra como el carbón. Era maravilloso ver que se escarbaba y salían rodando los productos sin ningún esfuerzo. El paisaje era hermoso porque era como la ladera de una montaña y, a veces, se cubría de una neblina tenue que hacía que todo se humedeciera.

Mi abuela también poseía un terreno que denominábamos “el páramo” que estaba bastante lejos de la casa. Para ir allí debíamos salir muy temprano, caminar como unas dos horas y al llegar al pie de la montaña, subir por un lomo de ésta hasta la casita que era eso: una casita diminuta, donde de vez en cuando se quedaba uno de mis tíos para cuidar la labranza, si ya estaba para recoger. Era un sitio increíble, no se veían más que montañas y montañas sin rastros de casas o de caminos, con una vegetación muy verde y las nubes a ras de ella. Allí pastaba la única vaca de la familia y se daban el maíz, los rábanos, las papas, demás tubérculos así como los “tallos”, especie de col que sirve para hacer los “indios” u hojas dobladas dentro de las cuales se coloca una mezcla de harina y cuajada que son cocidas en agua.

Ricardo Contreras Rubiano

LA ASONADA RELIGIOSA




Colombia nunca ha estado bien de salud ni mental, ni física, ni religiosa, ni económica y menos espiritual. Eso lo tengo claro desde muy pequeña edad cuando mi familia vivía en el barrio llamado “La culebrera”, hoy no sé cómo se llama pero si se que aún quedan algunas casas en pié, barrio de más o menos tres cuadras de fondo por dos de largo en la última de las cuales quedaba nuestra casa que, según me acuerdo, era una gran pieza donde dormíamos mis padres, tres hermanos más y, a veces, María Elba que se quedaba a jugar con nosotros los fines de semana porque era como de la familia; adjunta a ésta quedaba la cocina y un sitio donde mi papá “carpinteaba” y se resguardaban las gallinas que criaba mi mamá. El lote era largo y encerrado por tablas, alambres de púa y matas de jardín o de maíz que sembraba mi mamá y, en la parte trasera daba al río salitre, un caño de aguas negras e inmundas que muchas veces se desbordaba, dejaba la hediondez más grande y dañaba lo poco cultivado que teníamos.

No tengo idea desde cuándo mis padres se habían convertido al protestantismo y hacían parte de la Iglesia Presbiteriana de Bogotá, motivo por el cual mi hermanita mayor tenía que soportar las burlas y la maledicencia de algunos vecinos que creían ver en nosotros la encarnación del diablo, A raíz de esa creencia nos visitaban muchos misioneros gringos quienes nos acompañaban a la Iglesia, hacían Escuelas Dominicales y cultos en diferentes casas del sector y nos ayudaban para que pudiéramos estudiar en el Colegio Americano.

Mis padres, como fieles creyentes, ayudaban en la catequización, hacían visitas, leían la Biblia, oraban por los enfermos y trataban de llevar “el mensaje de Dios” a todas las personas que se les cruzaban. Eso enfureció al párroco de la Iglesia del Siete de Agosto del barrio del mismo nombre y acudió a toda su feligresía para tratar de acabar con esa intromisión ominosa para él, por lo que organizó un grupo de personas que fueron a atacar, con palos y piedras, a mi familia sin tener en cuenta que allí había cuatro menores de edad.

Según los comentarios y anécdotas de mis padres, la “chusma” como les decían y los llamábamos, se había apostado frente a la casa exigiendo a gritos y lanzando piedras, palos y maldiciones, que toda la familia se fuera del barrio porque eran hijos del demonio. Lo que no contaban era que los vecinos del barrio, ayudados por un misionero gringo que no se sabe de cómo llegó, salieron en defensa nuestra y en un enérgico encontrón los repelieron y sacaron corriendo para nunca más volver. Obviamente el párroco no hizo presencia ni condenó el ataque.

A partir de ese hecho, la gente fue más amable con nosotros y la vida se hizo más agradable pero seguíamos con el estigma de ser “protestantes”, cosa que a nosotros no nos afectaba porque creíamos firmemente que los católicos romanos eran dignos de misericordia. Aún sigo pensando así porque nunca he entendido ni entenderé la filosofía de esa creencia tan absurda de decir que María es la madre de Dios y que Dios es el creador de universo. Entonces en qué quedan?

Adicional a lo anterior, creo que lo peor que le ha podido pasara a América Latina es que los españoles nos hayan dejado esa herencia de fe en donde todo es posible de solucionar si pagas penitencias insulsas, sin contemplar, ni remotamente, la adecuada reparación de las víctimas de nuestros pecados o fallas y en cambio si aplicar aquello de que “peca, reza y empatas”. Realmente la fe católica romana ha fracasado en el mundo porque ha convivido con la corrupción, se muestra permisiva y acepta cualquier filosofía que la engrandezca, ha sido fusionada con las creencias ateas e idólatras de culturas que dice rechazar, pero que por conveniencia acepta descaradamente.

Esa es la gran enseñanza que me dejó la asonada que “viví” pero que no puedo acordarme por estar muy pequeño. Sin embargo creo que me ha marcado en la vida porque no creo en curas ni papas, no acepto fanatismos, no me fío de personas, no creo en la verdad revelada pero sí creo en la ciencia y en la investigación para tratar de conocer el por qué, el cómo, el para qué de los fenómenos que suceden en el contexto mundial, universal y, aún, personal.

Creo que el mundo sería mejor si se dejara de creer en apariciones, vírgenes, santos creados por los mismos humanos pero se pensara en construir sosteniblemente una sociedad más equitativa y más humana en donde la envidia, el irrespeto, el dinero mal habido, la falta de solidaridad y de oportunidades para todos, es decir, las “malas leches” brillaran por su ausencia.

Ricardo Contreras Rubiano

LA AUSENCIA



Todo ser humano, por más desalmado que sea, sufre por la pérdida de un ser querido, así esté disgustado, haga tiempo que no lo vea, viva muy lejos o haya tenido diferencias con él. Claro que deben existir las excepciones, pero deben ser pocas.

Tres veces he tenido que pasar por esa experiencia que no se la deseo ni a mi peor enemigo. De las tres, la primera y la última fueron espantosas para mí, tal vez por lo que significaron en su momento y después. La primera porque perdí a mi hermana mayor, Dolores se llamaba, quien era la luz de mis ojos porque era una niña muy especial, cariñosa, alegre, inteligente, lindísima y muy humana. Jugaba mucho con mis hermanos y conmigo, salíamos a pasear o a caminar y siempre vivía pendiente y compartía lo poquito que tenía con todos sus hermanos.

Vivíamos en el barrio “La Culebrera”, cuya dirección era calle 63 con carrera 36, en lo que hoy día es el Parque de los Enamorados” y, para desplazarnos al colegio podíamos, cuando había dinero, coger un bus que nos dejaba en la puerta de éste o, si no nos daban para el pasaje que en esos momentos era de quince centavos, o algo así, nos tocaba madrugar y caminar un largo trecho hasta llegar al colegio Americano situado en la calle 45 con carrera 24. Era un camino largo y lleno de peligros porque debíamos cruzar varias vías, esquivar potreros y acequias o cruzarlos con mucho cuidado, en especial cuando llovía.

Una mañana en que íbamos caminando, yo me cruce la calle sin mirar y venía una bicicleta que me arrolló y me fracturó un pie. Mi hermana no alcanzó a cogerme y por eso ocurrió el accidente. El mismo señor de la bicicleta me llevó al colegio y me entregó a Joaco, el eterno portero del colegio, quien de inmediato me llevó a la enfermería en donde me entablillaron y vendaron. Tuve una semana perdida, pero mi hermana me llevaba las tareas y me ayudaba a hacerlas mientras alguien me “sobaba” y me masajeaba el pié. No veía la hora en que se acabara ese martirio.

Debido a que la jornada del colegio era mañana y tarde y no podíamos ir a almorzar ni pagar el restaurante del colegio, mi papá nos hizo una loncheras en madera parecidas a unas cajas de que usaban los emboladores y que pesaban mucho. A pesar de eso nos tocaba cargarlas porque ahí mi mamá nos ponía lo que podía: bananos, pan, algo de jugo, naranjas o arepas si llegaba alguien de Boyacá. Almorzar era humillante porque la mayoría de los padres de los compañeros de clase tenían carro y enviaban al chofer y a la sirvienta con los almuerzos quien se los servía, en cambio nosotros teníamos que conformarnos con lo poco que nos daban.

A mi hermana, que ya estaba en quinto grado, le tocaba peor porque sus amiguitas eran gente acomodada y no sé cómo hacía ella para llevarse bien con todas. Pero que la querían, la querían porque la consideraban su mejor amiga. De eso ella nunca se quejó.

Por otra parte, cuando terminaban las clases del día y salíamos para la casa, mis hermanas tenían que estar pendientes porque si pasaba el bus del colegio y las acompañantes, que eran superchismosas, las pillaban sin boina, sin los guantes puestos o sin el uniforme completo, las anotaban y al día siguiente les llamaban para castigarlas y bajándoles la nota de conducta. Así pues, cuando veíamos el bus del colegio se formaba la confusión y la gran algarabía porque preciso, en ese momento, a mi hermana Lucía se le perdía la boina o no encontraba los guantes entre la maleta o se le dificultaba ponerse los guantes y todos nosotros corríamos a ocultarla haciendo un círculo para que no se dieran cuenta. Eso era, para mí, una locura, motivo de risa y angustia.

Muchas veces, en la ida a la casa y como parte del juego, timbrábamos en las casas y apenas salían a ver quién era, corríamos a escondernos o huíamos de los perros que nos soltaban. Otras veces nos robábamos rosas o margaritas de los jardines y a correr se dijo. Era fabuloso y nos moríamos de la risa. Pero cuando llovía, que era muy frecuente, era la oportunidad de hacer mayores locuras; nos íbamos por entre los charcos de las calles mojándonos todos y chapoteando el agua para mojar a quien estuviera cerca, o, si encontrábamos un chorro de agua, nos metíamos de cabeza y saltábamos hasta quedar empapados. No sé cómo no vivíamos con gripa todo el tiempo. Cuando llegábamos a la casa, mi pobre mamá tenía que secarnos, cambiarnos de ropa, darnos agua de panela caliente con limón y arroparnos bien para que no nos resfriáramos. Así era como vivíamos superfelices mientras no nos viera o lo supiera nuestro amargado papá.

Cuando terminó el año escolar en que yo hacía primero de primaria, una de las amigas de plata invitó a mi hermana a que se quedara unos días de vacaciones en su casa, ubicada en un sitio denominado “Torca” que queda al norte de la ciudad saliendo para La Caro, un sitio campestre en donde las casas eran lindas, espaciosas y solo `podían vivir gente con carro porque era bastante lejos de la ciudad. De allí mi hermana volvió enferma porque decían que la había picado un mosquito; lo cierto era que le había dado una afección pulmonar. Mis padres corrieron a llevarla al Hospital de La Hortúa donde estuvo en tratamiento pero no mejoraba. Un día se agravó y, mi papá la llevó, en su bicicleta, al mismo Hospital de nuevo pero no había oxígeno y las medicinas no le hacían. En la desesperación, mi papá rogaba para que alguien le ayudara a conseguir el oxígeno, pero no lo consiguió y mi hermana murió,

La noticia, a pesar de mi corta edad, fue devastadora. Me puse a llorar y llorar y a agarrarme de mi hermana Lucía porque me daba miedo que a ella le pasara lo mismo. Me acuerdo que en el sepelio todas las compañeras de mi hermana me acariciaban y consolaban pero yo estaba destrozado. Eso no se lo dije a nadie. Durante el entierro hubo una lectura de la Biblia, oramos y dejamos que la bajaran al sepulcro y que la taparan con la tierra. Encima le colocamos las flores que amigos nos llevaron y nos fuimos llorando para la casa donde el silencio era total.

De ahí en adelante mis noches eran pura pesadilla; me soñaba al pie de la tumba y cavando con una pala para sacar a mi hermana porque ella estaba viva. O me soñaba jugando con ella y que me acompañaba a todo lugar donde iba, soñaba que se me perdía y yo gritaba y lloraba porque no la encontraba. En fin, era lo peor que le puede pasar a un ser humano ya que mis angustias eran diarias y mi dolor no pasaba. Mi Mamá, por su parte, no dejaba de llorar y de lamentarse no haber contado con dinero para que la hubieran atendido médicos especialistas y particulares para no haber tenido que recurrir a los hospitales públicos que tenían tan mala atención.

Creo que esa experiencia fue terrible para mi mamá quien mucho tiempo después, aún se lamentaba de no haber podido brindarle la mejor atención médica. Mis hermanos mayores también sufrían pero pienso que era yo quien llevaba la peor parte por las pesadillas diarias que me atormentaban y sufría en silencio. Eso me marcó en gran manera porque desde pequeño uno se convence que la vida es de sufrimiento, angustia y desespero y que uno no tiene derecho a ser feliz porque siempre habrá una desgracia que lo impida.

A raíz de lo anterior, mi apego a mis hermanas fue mayor, especialmente con Lucía, y me convertí en cómplice y amigo de todas para hacer “locuras” muy simples como volarnos para una fiesta, irnos sin permiso a un paseo diciendo que estábamos en la iglesia, En fin, cosas muy simples pero que nos alegraban y hacían diferente la vida. Todo muy “zanahorio” como dicen ahora.

MARÍA DE LOS ÁNGELES





Su nombre era Dolores y así estaba registrada en su cédula de ciudadanía, pero según  llamaba decía mi abuela Rosa, su nombre real era María de los Ángeles pero no se qué motivo tuvo para cambiar su nombre. Siempre asocié ese cambio con algo que había pasado en su infancia o adolescencia pero nunca salió una palabra de rabia o de rencor ni comentarios sobre el por qué del suceso y no fui capaz de preguntarle nunca sobre la verdad de ese cambio tan radical ya que yo prefería el primero porque es algo musical y especial para ella porque siempre la consideré un ángel de luz, un ser especial. Donde quiera que estuviera, siempre había alegría, amor, comprensión y gozo. Especialmente cuando nos reuníamos en la cocina o en la sala de la casa a conversar, jugar parqués o a comentar de la familia y de la vida, eso sí sin la nefasta presencia de papá, Ella era toda una maga para hacer trampa en el juego y nosotros nos reíamos de verla “amarrar” los dados y sacar siempre la cifra que necesitaba para coronar o para mandarnos a la cárcel. Jugar con ella era una aventura llena de risas.


Siempre fue un ser espiritual, hermosa, increíble, maravillosa, no terrenal, paciente, delicada, trabajadora, aguerrida y sufrida. Con esas palabras quiero describir al ser que me dio la vida, quien me sustento, me ayudó, protegió, cuidó y amó como nadie más lo ha podido hacer. Su recuerdo me acompaña y acompañará siempre porque de ella solo recibí amor, comprensión, apoyo y enseñanzas que me han servido para la vida.


Entiendo que su vida fue muy, pero muy difícil y complicada, en especial por tener que sobrellevar a una persona como don Manuel: huraño, malgeniado, dictador, grosero y violento, pero que supo afrontar todo con alegría y seguridad de estar haciendo lo mejor en todo momento a pesar de que su educación fue muy precaria pues, me imagino que no llegó ni a quinto primaria, lo que no le permitió pensar sino en asegurar la supervivencia de sus hijos por medio del trabajo duro y sin recompensa. La vida la trató muy mal para la clase de persona que era.


Su origen era campesino porque provenía de una familia, creo que un poco disfuncional, que vivía en la vereda de Sotaquirá jurisdicción del pueblito de Pachavita en el Departamento de Boyacá de la cual solo conocí a mi abuelita Rosa y a mis tíos Juliana, Demetrio, Julio, Rosita María y Luisa, esta última, al parecer, hija de otro señor diferente a mi abuelo. No estoy seguro. Tampoco estoy seguro del por qué mi mami llegó a Bogotá ni cuándo llegó. Dentro de lo que me acuerdo es que mi mami nos contaba que ella vivía con una madrina (su nombre no lo sé) en algún barrio y nos daba a entender que era más o menos en el centro de la ciudad.  


Tampoco es clara la forma como conoció a mi papá ni cómo se casaron en la iglesia de Lourdes en Chapinero, es decir, nunca contaron quiénes asistieron o fueron sus padrinos, cómo fue la ceremonia, si tuvieron luna de miel, etc. Además, no se sabe si mi abuela paterna, Lastenia Herrera, asistió o si les tocó a escondidas de ella porque, según contaba mami, ella los agarraba a piedra apenas veía a mi papá y a ella y tenían que salir corriendo. Además, nunca nos contaron, ni nosotros preguntamos cómo murieron mi abuela y mi abuelo Casimiro Contreras.


La imagen que tengo de ella es su hermosa cara siempre sonriente, sus negros, ondulados y hermosos cabellos, sus hermosos, gorditos  torneados y sonrosados brazos contrastados con sus estropeadas manos llenas de manchas de pintura de todos los colores, con sus sacos de lana para protegerse del frío y su actitud de estar siempre trabajando y pendiente de todo cuanto se necesitara en la casa.


A pesar de las vicisitudes que vivía siempre tuvo la sonrisa a flor de piel, nunca se quejó de su suerte, siempre trabajó duro y parejo como costurera, agricultora (sus Dalias eran famosas en el colegio porque era lo único que podíamos regalar a las profesoras) y sembraba cebolla, tallos (con los que hacía “indios”), maíz, lechugas y más para el sustento diario de nosotros. A la par hacía “bollos” de maíz, papas fritas (que mi hermano y yo vendíamos en el estadio), como pintora y tapizadora de muebles, como preparadora de colores y muchas cosas más. Todo eso sin recibir paga ni quejarse. 


Era una experta en pintar con trapo utilizando goma laca o la laca de todos los colores hasta dejar acabados impresionantes en los closets, mesas, sillas y armarios que se fabricaban en la carpintería de mi papá. No se sabe cómo aprendió estas artes y otras, como la tapicería, la preparación de colores de acuerdo con muestras que le llevaban los clientes y de thinner (disolvente para lacas), que despedían gases muy fuertes y a raíz de lo cual sus pulmones se fueron deteriorando.

Ricardo Contreras Rubiano

Contreras



El apellido Contreras, procede de Contreras, pueblo de Burgos, en la Merindad de Santo Domingo de Silos, distando de la capital 62 km.
La villa le fué concedida a Fernán Sassa en otros escritos Fernán Lara de Contreras , sobrino del primer conde de Castilla Fernán Gonzalez , como premio a su intervención en la destruccion de la Torre de Carazo.

Mucho se ha especulado sobre el significado de su nombre, ” cuevas contrarias” pero existen otras hipótesis mas novedosas y sugestivas, no por ello desechables en el que Contreras, pudiera venir de la palabra ” Kontrebia“, ya que precisamente en este lugar, se asentaba la ciudad céltiberica de Kontrebia Leukada, enclavada en la impresionante acrópolis que se alza a la vera de los pueblos burgaleses de Kontreras y Karazo. Otra hipotesis en estudio dice que pudiera venir de la palabra ” encuentro” que tambien tiene su lógica ya que en este lugar, se encontraban y unian dos calzadas romanas.

Dentro del apellido Contreras, pueden verse claramente dos ramas diferenciadas: La de los genuinos Contreras que ya existían antes de la concesión de la villa y que formaron una nobleza comarcal en el entorno de Santo Domingo de Silos, y otros los descendientes de Fernán Lara de Contreras que se avecindó en Segovia, dando lugar a la rama González de Contreras , y que a través de alianzas matrimoniales se unieron.

Hace diez años que llevo con el estudio de mi apellido, pensando que seria una empresa fácil, pero no dejo de sorprenderme, porque cada dia aparecen nuevos datos, ya que el apellido, esta ampliamente extendido en America Latina.

Publicado por Pantxike Kontreras el Martes, 15 Agosto, 2006. Pagina http://www.linajecontreras.com