sábado, 10 de julio de 2010

SEMANA SANTA EN PACHAVITA



La familia de mi mamá, que vivía en Boyacá, era católica apostólica y romana pero nunca dijeron nada en contra de la fe que profesaban mis padres. Es más mi tía Rosita nos acompañaba, cuando estaba en nuestra casa del barrio “la culebrera”, a los servicios religiosos y nada pasaba. Ella era una mujer super inteligente, bonita, amable y cariñosa que había tenido, según entiendo, en Raúl su gran amor pero que por cosas del destino tuvo que dejarlo escapar.

A raíz de eso, ella trabajaba en casa de familia y se había apegado mucho a nosotros, especialmente a mí, y yo la adoraba. Un día le pidió permiso a mis padres para llevarme a la casa en Boyacá; como aceptaron, ella me compró mis primeros pantalones nuevos ya que toda mi ropa pasaba primero por mi hermano mayor y, luego, me la arreglaban a mi. Yo estaba feliz, no me cambiaba por nada y no hallaba la hora de emprender el viaje. No me acuerdo cómo ni dónde cogimos la flota pero si me acuerdo que llegamos a Chinavita, donde almorzamos, y luego a Pachavita desde donde nos desplazamos a la vereda a pie. Era una caminata larga y no se cómo la aguanté, lo que si recuerdo es la polvareda que levantaban los pocos carros que pasaban por la carretera y luego los numerosos caminos que anduvimos para llegar a la casa. Todo era nuevo para mí.

Una vez en la casa, me convertí en el niño mimado de mis tías porque, además de mi tía Rosita, allí vivía mi tía Luisa con quien, desde el primer momento, me encariñé y quise con toda mi alma. Claro que no tanto como a mi tía Rosita. Los días pasaron rápido y un miércoles de ceniza nos alistamos para ir a la misa del Jueves Santo en Pachavita porque había procesión y mi abuela quería ir. Ese Jueves, muy de madrugada con el cielo muy oscuro, nos levantamos, cogimos nuestros canastos, maletas y paraguas y salimos a caminar por esos lugares conocidos pero que a esa hora eran fantasmales ya que muy poca gente estaba levantada. Salíamos de la casa que quedaba a la altura de Bogotá, creo que a 2,300 metros más cerca de las estrellas, e íbamos bajando por cañadas, lomas, pequeños valles con riachuelos cantarinos y muchos árboles, entre ellos el “gaque” que nombraba mucho mi abuela.

A medida que amanecía podíamos ir viendo más detalles de los lugares por donde pasábamos y dejar de meter la pata en charcos o en el barro, porque una cosa era la ruta para ir a Pachavita y otra cosa era la de ir a Bogotá, eran dos cosas diferentes. A medida que bajábamos iba cambiando el clima hasta que cuando llegábamos al río, en un sitio llamado la Y, ya era clima caliente y se podía encontrar bananos, mandarinas, naranjas y caña de azúcar. Era todo un mundo nuevo que yo podía vivir y gozar porque mis tías me conseguían lo mejor. Esa misma tarde llegamos a Pachavita llenos de tierra amarilla pues la carretera era de ese color, almorzamos y descansamos donde unos amigos de mi tía Rosita y como a las seis nos fuimos para la iglesia.

La iglesia de Pachavita era grandísima pero llena de humo, las paredes llenas de hollín y de santos de todos los pelambres. Salimos en procesión por las calles del pueblo con una cantidad de imágenes sobre unas bases y con faldones de un color violeta o café y muchas flores naturales. La pobre gente que las cargaba sudaba mucho y yo no entendía para qué hacían eso porque la retahíla de rezos era la misma siempre. No cambiaban de ritmo y siempre repetían o contestaban lo mismo, pero turnándose. La ceremonia duró hasta tarde y tal sería mi cansancio que me dormí en una banca de la iglesia. La dormida para pasar la noche fue de horror porque nos tocó en un rincón de una tienda donde mis tías extendieron sus pañolones como colchones. Aún en esa incomodidad pudimos dormir y a la madrugada conseguir donde bañarnos la cara y comer algo de desayuno ya que mi abuela llevaba el “avío” en su canastico que nunca soltaba.

El regreso a la casa fue bastante duro porque salimos tarde y nos cogió el sol por la carretera. Total, yo me enfermé y tuvieron que demorarse más para que yo pudiera ir despacio. En últimas, pasó un amigo de mi tía en un caballo quien se ofreció a llevarme hasta un lugar donde se iniciaba el camino por las montañas. Fue un viaje terrible porque el “sangoloteo” me puso peor y al pobre señor le tocó montarme casi sobre sus piernas para que no me cayera. En el lugar donde comenzaba el camino por la montaña vivía una familia amiga quienes me dieron agua de limón y un caldo de carne que me mejoró mucho; allí esperé a mi abuela y a mis tías quienes no demoraron mucho. Fue un viaje de muchas experiencias y de cuentos porque mi abuela no hacía sino referir historias de duendes y fantasmas que me hacían temer lo peor en el camino.

Ricardo Contreras Rubiano

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