sábado, 10 de julio de 2010

ZETAQUIRÁ




Es probable que no se escriba así, pero siempre me ha sonado bonito y misterioso este nombre ya que evoca años de felicidad, inocencia, descubrimiento y fascinación por todo lo de la naturaleza. Es que es un lugar mágico, montado en las montañas de la cordillera oriental boyacense, muy cerca de dos pueblitos con nombres sensacionales: Chinavita y Pachavita, en donde la vida era muy apacible, no había luz eléctrica ni teléfono, además, los carros pasaban muy lejos, no pasaban aviones y nunca se oía el ruido de un motor. Si era un tanto lúgubre por la mentalidad rezandera de sus pobladores y por sus costumbres campesinas en donde lo importante era tener cuidado de los animales y de los sembrados. Era gente que en su mayoría ni siquiera habían ido a ver una película (de pronto los que iban al pueblo si lo hacían) mejicana como las que se veían en Bogotá y que yo odiaba por su acento.

Digo que es un lugar mágico porque al subir de la carretera, en una caminata pesada y llena de barro, se llegaba a un vallecito con varias quebradas muy pequeñas que venían de la sierra llamada el Volador; una imponente y alta mole de rocas amarillas con salientes muy pronunciadas desde donde despegaban y jugaban tanto gallinazos o “gualas” como gavilanes y águilas.   

Aún me parece estar en ese lugar mirando el Volador, buscando el camino que llevaba a remontarlo y llegar a la casa de unos familiares de mi abuela materna quienes vivían en una especie de planicie con árboles muy altos y una casa muy grande. Allí, a mi alrededor podía oler las hierbas del camino, mirar los campos labrados, pensar en las deliciosas arepas y cuidados especiales de mi abuela y de mis tíos y tías a quienes visualizaba a distancia y corría para encontrarlos, dejando atrás todos los paquetes y maletas que enviaba mi mamá y que amigos recogían y llevaban a la casa.

Una vez en la casa era posible ver las montañas del frente, inmensas moles envueltas en un azul suave y con las cicatrices de los arados, de los caminos, con casitas diminutas y, de pronto, personas que se movían cual minúsculas marionetas y desaparecían en un santiamén. El cielo era puro y el aire se respiraba con agrado, la vegetación maravillosamente verde y la gente sencilla y amable hacía de ese paraíso una bendición.

A ese lugar se llegaba cansado porque era un viaje de cuatro horas desde Bogotá y dos horas de caminata desde el molino de caña de azúcar, en la carretera y a orillas del río, donde lo dejaba la flota (bus intermunicipal ahora), hasta llegar a una altura como la de Bogotá, es decir a clima frío. Esa caminata era la tragedia porque a medida que uno subía se encontraba con amigos y conocidos quienes le brindaban guarapo, muchas veces fuerte, que yo no podía tomar porque no me gustaba. Aparte de lo anterior, las maletas pesaban cada vez más y la sed y el hambre lo atenaceaban y hacían que deseara que el trayecto fuera más corto.

Para llegar a la casa se tenía que tomar un camino que pasaba por detrás de ésta y, una vez allí, dar un paso sobre la acequia que suministraba el agua, paso que debía ser con mucho cuidado para no dañarla o ensuciarla. La casa no era muy grande; constaba de dos habitaciones, una grande y la otra pequeña en donde estaba la cocina. Todo era muy rústico pero con una belleza natural que hacía ver todo perfecto. La habitación grande contaba con una escalera que llevaba a un zarzo en donde se guardaba el maíz y el resto de granos alimenticios pero que también servía para colocar el colchón para la cama de las visitas como yo,
Al llegar la noche, todos nos reuníamos en el corredor, alrededor de una vela protegida por un tarro plástico, a contar cuentos e historias, en especial mi abuela, mi tía Rosita y mi tío Demetrio, acerca de “guacas”, aparecidos y misterios ocurridos en la vereda. Era tanta la imaginación que no parábamos de reír y de hacer comentarios sobre las cosas que pasaban por allí. Cuando nos quedábamos en silencio, era posible oír las conversaciones de algunas casas vecinas a pesar de que había bastante distancia entre casa y casa. Si se apagaba la vela, era posible ver el cielo totalmente estrellado y, a la distancia, los fogones de muchas casa vecinas o de los de las montañas de enfrente. Era espectacular.

Antes de dormirnos acostumbrábamos a tomar una taza de chocolate con pan de maíz o un pedazo de arepa. Había arepas llamadas “carisecas” porque la cuajada (queso suave) se mezclaba directamente con la harina, de maíz tierno y cuajada o simplemente, de maíz molido con cuajada en el medio que eran mis preferidas. Al apagar las velas la oscuridad era total y se dormía plácidamente hasta que los gallos comenzaban con su sinfonía matutina. A esa hora mi tía ya tenía hecho el café y estaba alistando el desayuno que consistía en “changua” con arepa y huevos “pericos”. La delicia más grande para mí porque en Bogotá todos los días nos tocaba moler el plátano para hacer la colada de cada día.

Las madrugadas eran hermosas pero complicadas porque no había baño, el aseo personal era al aire libre y el agua muy fría porque venía del Volador o nacía cerca de la casa en un lugar lleno de puerros, vegetación exuberante y con patos que volaban en cuanto uno se acercaba. Total el baño diario se dejaba para luego y se iniciaban las labores de arreglar la casa, barrer y alistar los regalos para los vecinos, especialmente los de mi madrina Carmela quien, no sé cómo, ya estaba enterada de mi llegada. Ella era una señora de edad desconocida pero muy alegre y llena de vigor porque trabajaba como el mejor de los peones de su finca y era el motor de todo cuanto se hacía. Su marido Eliseo labraba la tierra con su yunta de bueyes y era bastante rústico en su forma de hablar, de vestirse y de actuar.

De acuerdo al día, el baño era completo o por partes para no resfriarnos porque el clima era bastante frío a pesar de que a medio día el calor era fuerte. Una vez solucionado lo del baño, se estaba listo para salir a visitar a los amigos y a recibir los agasajos que consistían en huevos duros, un arrume de papas cocidas, algo de cuajada y el infaltable guarapo que yo odiaba y me tocaba hacer que lo bebía para, luego, en un descuido, botarlo entre las matas.

Había días en que no salíamos de la casa por estar moliendo maíz para hacer el “chocula” o chocolate de harina, actividad que era toda una ceremonia porque a mis tías Luisa y Rosita les gustaba hacerlo con siete granos. Por lo tanto la molida era larga y cansona, luego de lo cual había que pasar las harinas por el cedazo grueso y fino. A partir de allí ellas se encargaban de añadirle la miel de caña y hacer las bolas, forma de presentación final del producto. De ahí su gran poder alimenticio.

Otros días me tocaba acompañar a mis tíos a trabajar en las “mandas” que son actividades realizadas por los varones de las familias de la zonaquienes van de predio en predio sembrando o cosechando, de acuerdo a un cronograma que nunca entendí, pero que hace posible el suministro de alimentos para cada familia. De acuerdo con esto, las familias dueñas de los predios debían enviar la comida y la bebida del día para todos los peones. Cuando esa actividad tocaba en la casa, mis pobres tías tenían de madrugar mucho, limpiar y alistar todos los alimentos, cocerlos y llevarlos al lugar donde estuvieran trabajando. Lo extraño es que a ellas nadie les pagaba o retribuía su labor.

En una de esas salidas acompañé a mi tío Demetrio a un sitio llamado Tres Canales que estaba ubicado en un páramo muy frío pero de donde sacaban, en grandes cantidades, ibias, cubios y otros tubérculos de una tierra negra como el carbón. Era maravilloso ver que se escarbaba y salían rodando los productos sin ningún esfuerzo. El paisaje era hermoso porque era como la ladera de una montaña y, a veces, se cubría de una neblina tenue que hacía que todo se humedeciera.

Mi abuela también poseía un terreno que denominábamos “el páramo” que estaba bastante lejos de la casa. Para ir allí debíamos salir muy temprano, caminar como unas dos horas y al llegar al pie de la montaña, subir por un lomo de ésta hasta la casita que era eso: una casita diminuta, donde de vez en cuando se quedaba uno de mis tíos para cuidar la labranza, si ya estaba para recoger. Era un sitio increíble, no se veían más que montañas y montañas sin rastros de casas o de caminos, con una vegetación muy verde y las nubes a ras de ella. Allí pastaba la única vaca de la familia y se daban el maíz, los rábanos, las papas, demás tubérculos así como los “tallos”, especie de col que sirve para hacer los “indios” u hojas dobladas dentro de las cuales se coloca una mezcla de harina y cuajada que son cocidas en agua.

Ricardo Contreras Rubiano

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