sábado, 10 de julio de 2010

LA AUSENCIA



Todo ser humano, por más desalmado que sea, sufre por la pérdida de un ser querido, así esté disgustado, haga tiempo que no lo vea, viva muy lejos o haya tenido diferencias con él. Claro que deben existir las excepciones, pero deben ser pocas.

Tres veces he tenido que pasar por esa experiencia que no se la deseo ni a mi peor enemigo. De las tres, la primera y la última fueron espantosas para mí, tal vez por lo que significaron en su momento y después. La primera porque perdí a mi hermana mayor, Dolores se llamaba, quien era la luz de mis ojos porque era una niña muy especial, cariñosa, alegre, inteligente, lindísima y muy humana. Jugaba mucho con mis hermanos y conmigo, salíamos a pasear o a caminar y siempre vivía pendiente y compartía lo poquito que tenía con todos sus hermanos.

Vivíamos en el barrio “La Culebrera”, cuya dirección era calle 63 con carrera 36, en lo que hoy día es el Parque de los Enamorados” y, para desplazarnos al colegio podíamos, cuando había dinero, coger un bus que nos dejaba en la puerta de éste o, si no nos daban para el pasaje que en esos momentos era de quince centavos, o algo así, nos tocaba madrugar y caminar un largo trecho hasta llegar al colegio Americano situado en la calle 45 con carrera 24. Era un camino largo y lleno de peligros porque debíamos cruzar varias vías, esquivar potreros y acequias o cruzarlos con mucho cuidado, en especial cuando llovía.

Una mañana en que íbamos caminando, yo me cruce la calle sin mirar y venía una bicicleta que me arrolló y me fracturó un pie. Mi hermana no alcanzó a cogerme y por eso ocurrió el accidente. El mismo señor de la bicicleta me llevó al colegio y me entregó a Joaco, el eterno portero del colegio, quien de inmediato me llevó a la enfermería en donde me entablillaron y vendaron. Tuve una semana perdida, pero mi hermana me llevaba las tareas y me ayudaba a hacerlas mientras alguien me “sobaba” y me masajeaba el pié. No veía la hora en que se acabara ese martirio.

Debido a que la jornada del colegio era mañana y tarde y no podíamos ir a almorzar ni pagar el restaurante del colegio, mi papá nos hizo una loncheras en madera parecidas a unas cajas de que usaban los emboladores y que pesaban mucho. A pesar de eso nos tocaba cargarlas porque ahí mi mamá nos ponía lo que podía: bananos, pan, algo de jugo, naranjas o arepas si llegaba alguien de Boyacá. Almorzar era humillante porque la mayoría de los padres de los compañeros de clase tenían carro y enviaban al chofer y a la sirvienta con los almuerzos quien se los servía, en cambio nosotros teníamos que conformarnos con lo poco que nos daban.

A mi hermana, que ya estaba en quinto grado, le tocaba peor porque sus amiguitas eran gente acomodada y no sé cómo hacía ella para llevarse bien con todas. Pero que la querían, la querían porque la consideraban su mejor amiga. De eso ella nunca se quejó.

Por otra parte, cuando terminaban las clases del día y salíamos para la casa, mis hermanas tenían que estar pendientes porque si pasaba el bus del colegio y las acompañantes, que eran superchismosas, las pillaban sin boina, sin los guantes puestos o sin el uniforme completo, las anotaban y al día siguiente les llamaban para castigarlas y bajándoles la nota de conducta. Así pues, cuando veíamos el bus del colegio se formaba la confusión y la gran algarabía porque preciso, en ese momento, a mi hermana Lucía se le perdía la boina o no encontraba los guantes entre la maleta o se le dificultaba ponerse los guantes y todos nosotros corríamos a ocultarla haciendo un círculo para que no se dieran cuenta. Eso era, para mí, una locura, motivo de risa y angustia.

Muchas veces, en la ida a la casa y como parte del juego, timbrábamos en las casas y apenas salían a ver quién era, corríamos a escondernos o huíamos de los perros que nos soltaban. Otras veces nos robábamos rosas o margaritas de los jardines y a correr se dijo. Era fabuloso y nos moríamos de la risa. Pero cuando llovía, que era muy frecuente, era la oportunidad de hacer mayores locuras; nos íbamos por entre los charcos de las calles mojándonos todos y chapoteando el agua para mojar a quien estuviera cerca, o, si encontrábamos un chorro de agua, nos metíamos de cabeza y saltábamos hasta quedar empapados. No sé cómo no vivíamos con gripa todo el tiempo. Cuando llegábamos a la casa, mi pobre mamá tenía que secarnos, cambiarnos de ropa, darnos agua de panela caliente con limón y arroparnos bien para que no nos resfriáramos. Así era como vivíamos superfelices mientras no nos viera o lo supiera nuestro amargado papá.

Cuando terminó el año escolar en que yo hacía primero de primaria, una de las amigas de plata invitó a mi hermana a que se quedara unos días de vacaciones en su casa, ubicada en un sitio denominado “Torca” que queda al norte de la ciudad saliendo para La Caro, un sitio campestre en donde las casas eran lindas, espaciosas y solo `podían vivir gente con carro porque era bastante lejos de la ciudad. De allí mi hermana volvió enferma porque decían que la había picado un mosquito; lo cierto era que le había dado una afección pulmonar. Mis padres corrieron a llevarla al Hospital de La Hortúa donde estuvo en tratamiento pero no mejoraba. Un día se agravó y, mi papá la llevó, en su bicicleta, al mismo Hospital de nuevo pero no había oxígeno y las medicinas no le hacían. En la desesperación, mi papá rogaba para que alguien le ayudara a conseguir el oxígeno, pero no lo consiguió y mi hermana murió,

La noticia, a pesar de mi corta edad, fue devastadora. Me puse a llorar y llorar y a agarrarme de mi hermana Lucía porque me daba miedo que a ella le pasara lo mismo. Me acuerdo que en el sepelio todas las compañeras de mi hermana me acariciaban y consolaban pero yo estaba destrozado. Eso no se lo dije a nadie. Durante el entierro hubo una lectura de la Biblia, oramos y dejamos que la bajaran al sepulcro y que la taparan con la tierra. Encima le colocamos las flores que amigos nos llevaron y nos fuimos llorando para la casa donde el silencio era total.

De ahí en adelante mis noches eran pura pesadilla; me soñaba al pie de la tumba y cavando con una pala para sacar a mi hermana porque ella estaba viva. O me soñaba jugando con ella y que me acompañaba a todo lugar donde iba, soñaba que se me perdía y yo gritaba y lloraba porque no la encontraba. En fin, era lo peor que le puede pasar a un ser humano ya que mis angustias eran diarias y mi dolor no pasaba. Mi Mamá, por su parte, no dejaba de llorar y de lamentarse no haber contado con dinero para que la hubieran atendido médicos especialistas y particulares para no haber tenido que recurrir a los hospitales públicos que tenían tan mala atención.

Creo que esa experiencia fue terrible para mi mamá quien mucho tiempo después, aún se lamentaba de no haber podido brindarle la mejor atención médica. Mis hermanos mayores también sufrían pero pienso que era yo quien llevaba la peor parte por las pesadillas diarias que me atormentaban y sufría en silencio. Eso me marcó en gran manera porque desde pequeño uno se convence que la vida es de sufrimiento, angustia y desespero y que uno no tiene derecho a ser feliz porque siempre habrá una desgracia que lo impida.

A raíz de lo anterior, mi apego a mis hermanas fue mayor, especialmente con Lucía, y me convertí en cómplice y amigo de todas para hacer “locuras” muy simples como volarnos para una fiesta, irnos sin permiso a un paseo diciendo que estábamos en la iglesia, En fin, cosas muy simples pero que nos alegraban y hacían diferente la vida. Todo muy “zanahorio” como dicen ahora.

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