sábado, 10 de julio de 2010



La iglesia Presbiteriana de Colombia contaba con Iglesias y entidades como los Colegios Americanos y fincas de recreo en varias ciudades y pueblos del país, como parte de su estructura de apoyo a su comunidad creyente y que eran parte del Consistorio, una entidad que se encargaba de administrarlas y de llevar a cabo su misión evangelizadora, el cual dependía de la Iglesia Presbiteriana de los Estados Unidos, pero que, mucho tiempo después, tuvo que independizarse y ser manejada por colombianos.

Mi familia, por ser miembros de la Iglesia Presbiteriana de Bogotá, participaba en muchas actividades y congresos que se llevaban a cabo en la misma Iglesia, o en la finca que poseían en Sasaima – Cundinamarca o en los Colegios Americanos que funcionaban al amparo de las Iglesias de cada ciudad.

Una de esas Iglesias funcionaba en Ibagué, capital del Departamento del Tolima, en donde también funcionaba un Colegio Americano y allí fue programado un encuentro de jóvenes en el cual se programaban juegos de basquetbol y futbol a la par de charlas y estudios de la Biblia normalmente dirigidos por misioneros gringos.

Mi papá, como cosa rara, nos dejó ir a mi hermana Lucía y a mí a pesar de que teníamos la responsabilidad de colaborar con los quehaceres de la casa y de la carpintería que tenía montada en la misma casa, lo cual se convertía en una esclavitud bien disimulada porque a toda hora teníamos que estar trabajando, lijando, cortando en la sierra circular, barriendo, o ayudando en todo cuanto se le ocurriera porque, según él, no teníamos derecho a “perder el tiempo, ni jugar ni a estudiar puesto que solo me dejó terminar la primaria en el colegio Americano. Lo único claro fue que nos fuimos por tren a Ibagué y, lógico, era nuestro primer viaje en ese medio. La emoción fue increíble y estábamos gozosos de participar en el viaje. Llegamos a la Estación de la Sabana y nos encaramamos en los vagones escogiendo el mejor lugar para mirar el paisaje.

Para mi hermana y yo, el viaje fue sensacional porque el paisaje de la sabana de Bogotá es de un verdor y una variedad increíble. A ratos veíamos el río Bogotá, que ya acusaba cierto daño por lo oscuro de sus aguas, y a los hermosos sauces que se acostaban a su rivera con sus ramas de color verde pálido mojándose en el agua. Más adelante comenzamos a ver las grandes fincas con muchas vacas y grandes potreros aislados con cercas de alambre de púa y, a medida que el tren avanzaba, cambiaba el paisaje tan rápidamente que uno casi no se daba cuenta hasta que veía los cambios de vegetación, de las vestimentas de la gente, de las casas y de las montañas a valles y nuevamente montañas. Era una sinfonía de colores, temperaturas, animales, personas y vistas hermosas.

El mismo traqueteo del tren nos mecía y hacía dormitar en un sueño consciente y etéreo a la vez que nos anunciaba cosas agradables para vivir. Al llegar a Ibagué recogimos nuestros morrales y la ropa que nos habíamos quitado, porque la sensación de calor era molesta. Claro, nosotros estábamos acostumbrados al frío y algo de calor ya nos incomodaba. Nos tocó caminar hasta el colegio donde habían habilitado el edificio del “internado” para recibirnos. Nos repartieron en las diferentes alcobas, separando mujeres de hombres, y nos dedicamos a conocer el Colegio. Eran dos estructuras de tres pisos y bastante largas, creo que tenía como veinte aulas por piso. En otro edificio separado quedaba el Internado donde vivían los muchachos que venían de los pueblos y ahora ocupábamos nosotros. En medio de las aulas estaba la cancha de Basquetbol, toda pavimentada y parecida a la que teníamos en el colegio de Bogotá, solo que ésta última era cubierta y la de allí al aire libre. En la parte trasera quedaba la piscina, la cancha de futbol y el parqueadero de los buses.

Lo primero que hicimos fue almorzar y, algunos, se fueron a la piscina. Nosotros no fuimos porque carecíamos de vestido de baño. En la tarde se iniciaron las presentaciones de las delegaciones y las charlas sobre la Biblia y como a las siete de la noche nos fuimos a comer. Era algo muy frugal lo que comíamos ya que mi hermana y yo dependíamos de lo que nos dieran porque de dinero: nada de nada. Eramos los pobres del paseo. Llegada la noche y luego de hacer algunos juegos grupales nos llegó la hora de dormir. Yo me fui al cuarto asignado, me puse mi camiseta y, en pantaloncillos, me tapé con la sábana que me había dado mi mamá. Como a eso de la una o dos de la mañana me despertó el frío tremendo que estaba haciendo. Yo tiritaba y me encogía en posición fetal para tratar de coger algo de calor, pero qué va, todo era inútil. En esas me di cuenta que las cortinas del cuarto se podían bajar y, ni corto ni perezoso, bajé una y me arropé con ella. Mis compañeros, en la misma situación, hicieron lo mismo ya que nunca nos imaginamos que en tierra caliente hiciera tanto frío a la madrugada.

Allí pasamos tres días maravillosos, despreocupados del trabajo y de las obligaciones caseras, viviendo el momento, gozando del calor y de frío, bajando y subiendo las cortinas de acuerdo a la necesidad, porque, eso sí, no podíamos dejar que nos cogieran con las cortinas como cobijas. La despedida de los estudiantes ibaguereños fue sentida y fraterna ya que aprendimos mucho de su forma de vivir y de sus necesidades y expectativas.

Al regreso, ya cansados y con ganas de dormir en su propia cama, nos dedicamos a observar el paisaje y a ir contando cuántas estaciones había antes de llegar a la Estación de la Sabana en Bogotá. Pero, no faltan los peros, también como cosa rara, mi hermana se descuidó de su morral y cuando nos fuimos a bajar yo la veía corriendo como loca por todos los vagones donde había estado. Le dije que qué pasaba y me contó que su morral, con todo y ropa, se le había perdido. Todos nuestros amigos nos ayudaron a buscar bajo todos los asientos y en los maleteros, pero nada. El morral se perdió y se ganó la muenda más horrible por parte de mi papá quien no desperdiciaba ocasión para usar su cinturón fuete dándonos por el lado de la hebilla. Toda una salvajada.

Ricardo Contreras Rubiano

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